martes, 8 de marzo de 2011

Antes que cante el gallo

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Comenzaron a verse las primeras casas de la ciudad. Seguían alegando, ahora con
largas pausas que renovaban las reservas de rencor en cada uno de los presentes. Al
perder el Maestro la paciencia y ordenar que cesara la disputa, todos guardaron un
temeroso silencio en el interior del vehículo.
-¡Basta ya! -gritó con repentina energía, que no dejaba lugar a réplica ni a
desobediencia.

Venían discutiendo desde cuando subieron al destartalado autobús con toscas bancas
de madera que los recogió a orillas del lago. Era algo relacionado con la cuenta del hotel,
pendiente desde la última vez que predicaron por allí. Al recogerlos el ómnibus, el que
parecía su jefe y de cuya mirada se desprendía una febril tensión interior, atemperada con
una dulzura melosa, les hizo ademán de terminar la disputa con el evidente propósito de que
los pasajeros no se enteraran del asunto. Pero la terquedad del más viejo de los doce, que
estaba vestido como los pescadores del puerto, y la inagotable y rabiosa facundia del
encargado de los fondos que llevaba sobre sus mugrientas ropas una no menos astrosa
gabardina abotonada hasta el cuello, pudieron más que la explosiva autoridad del jefe que
miraba nerviosamente a los demás pasajeros tratando de sonreír y restarle así importancia
al asunto.
Con ánimo sobrecogido bajaron en la terminal, situada en uno de los costados del
mercado.
No era la primera vez que visitaban el lugar. Gozaban allí de alguna popularidad entre
las gentes del mercado, en los muelles, en las pescaderías y entre las mujeres del barrio de
los lavaderos.

Allá se dirigieron en silencio, encabezados por un joven vestido de mecánico que hacía
poco se les había unido. Era pariente de las propietarias de una casa de huéspedes, en
cuyos bajos había una de esas lavanderías de ropa, características del barrio y, en general,
de la ciudad. Una turba de seguidores se fue engrosando en torno al grupo y algunos, los
más atrevidos, cercaron al Maestro, tocándole las ropas con fervor y respeto que no les
impedía desgarrarle, en ocasiones, un trozo de su raída chaqueta de pana o un bolsillo del
pantalón. Uno intentó arrancarle del cuello el grasiento pañuelo de seda que traía a guisa de
corbata y que tenía dibujados a dos colores, blanco y celeste, modelos de yates de todos los
estilos y tamaños. El Maestro se defendió desmañadamente mientras increpaba al de la
gabardina:
-No te reprocho -le decía- tu venalidad, ni la sordidez de tus mentiras destinadas a
esconder el fruto de tus latrocinios. Bien sabes que las limosnas que recogemos nos
pertenecen a todos por igual, y que te las hemos confiado, precisamente por saber en
cuánta estima tienes el dinero y cuánto sabes hacerlo rendir. ¿Crees que ignoro a dónde va
a parar buena parte de nuestros fondos comunes? Si yo quisiera, podría darte indicaciones
aún más preciosas para multiplicar los réditos de tus inversiones, logradas con nuestra
predicación. Pero está escrito que seas tú quien lleve el peso de la infamia y, aunque lo
quisiera, nada podría hacer para librarte de ella. Vas, como yo, derecho a tu destino y más
fácil sería detener el agua de una acequia con las manos, que torcer el curso de nuestras
vidas o modificar su final.
El otro escuchaba entre irónico y temeroso, acostumbrado al lenguaje salpicado de
imágenes un tanto ingenuas y de obscuridades a menudo harto banales del Maestro.

2

El tesorero le guardaba una sorda inquina, nunca del todo manifiesta y que solía liberar
por los caminos de la maledicencia y del embuste. La situación tuvo su origen el día en que
aquél le sorprendió tratando de alzarle la falda a una de las muchachas del hospedaje, y, si
bien ésta no oponía marcada resistencia, al aparecer el Maestro fingió una exagerada
repugnancia.

Cuando llegaron al hotelucho, algunos de los discípulos dispersaron a los mendigos,
enfermos y fanáticos que los seguían. Subieron las escaleras y fueron recibidos con
muestras de cariñoso entusiasmo por parte de las dos mujeres, una de las cuales lucía un
vientre rotundo e incómodo que despertó la sorpresa del muchacho y provocó en el Maestro
una mueca muy suya, mezcla de asco y de lastimoso reproche.
Las mujeres encinta le sacaban de quicio y lo ponían en un estado de irritabilidad y
confusión, difícilmente soportable aun para sus más cercanos discípulos. Se repartieron los
tres únicos cuartos desocupados que quedaban y mientras se bañaban y ponían ropa
limpia, el más viejo subió a la habitación destinada al Maestro, en la terraza donde se
secaba la ropa de la lavandería. Iba a informarle sobre ciertos rumores relacionados con su
misión apostólica.


-Las cosas han cambiado mucho desde la última vez que estuvimos aquí, Señor.
Eligieron alcalde del puerto a un representante de las compañías navieras y los grupos
extremistas han sido perseguidos por la policía. Las cárceles están llenas y los sindicatos
están en poder de líderes vendidos a los patronos mercantes y éstos pagan pistoleros que
siembran el terror en los barrios obreros y en los muelles. Toda reunión es vigilada y no se
permiten manifestaciones. Sin embargo, los estibadores y los obreros de la aduana
preparan un paro y se están armando. Yo creo que, por esta vez, debemos pasar
inadvertidos y concretarnos a recolectar fondos entre nuestros amigos de confianza y, una
vez reunida una suma que nos permita seguir el viaje, irnos sin predicar ni agitar a la gente,
que ya está bastante inquieta por la acción de los agitadores de uno y otro bando.

No pudo ser más inoportuno, ni sus consejos hallar una reacción más opuesta a la que
buscara el viejo pescador. La irritación contenida durante la querella en el autobús, el
cansancio del viaje y la inesperada gravidez de la muchacha, estalló con violencia.
-Digna de ti y de tu senil puerilidad es esta estúpida manera de ver las cosas. Nunca
aprenderás a conocer cuándo una situación está madura para ser aprovechada en favor
nuestro y de nuestra fe. Tú, como todos los otros pusilánimes que me siguen por pura
gandulearía, siempre crees que nuestra misión consiste en predicar a los simples, hacer
milagros ante los incautos, vivir de su mezquina limosna, aprovecharnos de su hospitalidad
y comer en su mesa. Cama blanca, buena cena y mujeres fáciles, esa es toda vuestra
ambición. Todos son unos cerdos que siguen revolcándose en la inmundicia en que
nacieron. -Y continuó vociferando-: Cuando se presenta, por expresa y divina disposición de
lo alto, la oportunidad de lanzarnos al sacrificio y demostrar con nuestra sangre la fecunda
verdad de la doctrina, entonces corren aterrados como ratas. ¡Ya verás, insensato, cuál será
la cosecha que ganaremos hoy! ¡Cuánto hay que aprovechar del desorden que reina en la
ciudad! ¡De nosotros depende que todo sea para bien de nuestra causa! ¡Nos lanzaremos a
la lucha y encenderemos una hoguera que arderá por los siglos de los siglos! ¡Ha llegado el
momento esperado! ¡Estamos maduros para inmolarnos y perpetuar la maravilla de nuestro
ejemplo! ¡Levántate bribón! ¡Levántate y llama a los demás. Vamos a la calle. Reuniremos a
la gente y predicaremos en los muelles a la hora de mayor movimiento en el puerto!

Sólo los años y la familiaridad con el mar hacen posible una de esas frecuentes
intuiciones como la que entonces tuvo el anciano. Se le apareció con toda claridad el
instante del futuro donde aguardaban las escenas del fin precipitado por el arbitrario humor
del jefe. Intuyó que no había ya remedio y era menester librar los hechos a sus fuerzas
originales y tratar de salvar la poca materia de vida que los ancianos suelen perseguir con
tan ávida certeza sobre su destino.
Sin contestar palabra, ayudó al otro a vestirse y cuando le anudaba alrededor del cuello
la bufanda de los yates, le miró a la cara y leyó en ella la tragedia que se preparaba.

3

Bajaron. Los demás esperaban ya en la puerta. El más joven contestaba a un hombre
que se había acercado al grupo para preguntar por el precio de los cuartos. El pescador y el
de la bufanda irrumpieron cortando bruscamente la conversación.
-¡Vamos al puerto -exclamó el Maestro-, nos esperan los que tienen hambre y sed de
justicia!

El extraño les vio alejarse y se escurrió con tal rapidez que cuando quisieron buscarle ya
había desaparecido. Un escalofrío corrió por la espalda del viejo. El grupo echó a andar
seguido de lejos por el de la gabardina, que se había quedado ajustando ciertas cuentas con
las mujeres del hotel, que trataba de alcanzarlos con un paso presuroso y firme, al parecer
liberado de todo esfuerzo muscular, El grupo lo formaban gentes de diversa condición y
procedencia. Había dos obreros de la fábrica de envases del lago, que dejaron su trabajo en
plena cosecha de melocotones y cuando los sobresueldos alcanzaban sumas halagadoras.

Un conductor de tren que les dejó viajar sin pasaje, cuando sólo eran cinco y que terminó
por bajar con ellos, después de un largo viaje de tres días. Durante el trayecto, el Maestro se
había lanzado a predicar en los coches, introduciendo el desorden en el tren, hasta el punto
de que el ma- quinista tuvo que parar en mitad de la vía, en dos ocasiones, para ver de
calmar los alaridos histéricos de las mujeres y las ruidosas confesiones de los pecadores
que, heridos por el remordimiento, se lanzaban a vociferar la lista de sus culpas. Allí se les
unieron también un agente viajero, negociante de moneda en la frontera, y un joven
vendedor de aves disecadas, adorno de las salas de los ricos burgueses y los salones de
espera de los burdeles de postín. Después llegó un pintor de letreros y anuncios a quien el
iluminado cabecilla increpó en pleno camino por prestarse a propagar el abominable pecado
de la publicidad. El hombre había dejado en el andamio los botes de pintura y las brochas
con que estaba pintando una tersa y gigantesca axila de mujer, que atestiguaba las
excelencias de un eficaz depilador.

Por varios años sus familiares le dieron por muerto y ello se prestó para que circulara la
especie de su resurrección de manos del Maestro. Dos pescadores jóvenes y el mecánico
que arreglaba los motores de las lanchas que era el más joven de todos, habían seguido al
viejo pescador que ya conocemos. Los dos restantes eran, al parecer, parientes del jefe y
ebanistas de oficio y se distinguían por su circunspección y timidez. Daban la impresión de
saber algo y que temieran decirlo si se entregaban mucho a la conversación.
El de la gabardina les había facilitado en alquiler un equipo amplificador de sonido y, al
observar los resultados obtenidos con los sermones, resolvió sumárseles, en parte por cierta
secreta atracción hacia el papel que le esperaba en toda la historia y, también, para escapar
de algunas deudas que había contraído en la ciudad, después de intentar, sin fortuna,
negocios de varia índole.

No obstante la diversidad de su origen y de sus profesiones y de las razones que les
llevaron a seguir al hombre, todos tenían fe absoluta en su poder taumatúrgico y en la
bondad de su doctrina. A pesar de los temibles cambios de humor del Maestro, un cierto
sereno y robusto sentido de la justicia y de la fraternidad humanas, que determinaba sus
actos, hacía que la fe de aquellos hombres fuera inconmovible.

Cuando llegaron al puerto comenzaban a descargar dos grandes buques que atracaron
al mediodía con un cargamento de cristal. Venían de lejanos países de hielo y niebla y
estaban pintados de blanco, con excepción de las chimeneas, que lucían rombos amarillos y
celestes. El turno de estibadores y mecánicos de las grúas vigilaba con creciente tensión la
delicada tarea. Los patrones anunciaron que cada pieza que se rompiera sería
proporcionalmente descontada del jornal. El grupo observó la operación de descargue de los
pesados cajones que soltaban, al viajar por el aire guiados con hermosa pericia por las
grandes grúas, un polvillo de fina paja y arena blanca que cegaba los ojos y los hacia llorar
constantemente. Un capitoso y salino aroma de mariscos y frutos del mar se mezclaba con
el fresco olor de pino de los cajones y con el humo de las chimeneas, evocador de los cielos
bajos y grises de las ciudades industriales del norte. Para hacer posible la operación en un
solo turno las mujeres habían llevado sus portaviandas y canastos con merienda, pero al ver
al Maestro y a sus discípulos los rodearon con reverencia para escucharle. Uno que otro
extraño y algunos guardias se acercaron también a oír.
Lo que dijo el Maestro no tuvo virulencia particular ni fue su palabra más encendida que
otras veces.

4


Pero el terreno estaba preparado para recibir la semilla de violencia y a la creciente
agitación de las mujeres, vino a sumarse la febril atención de los cargadores y maquinistas.
Cuando los discípulos se dieron cuenta de que algo anormal sucedía, hacía buen rato que
las grúas se habían detenido y la sirena había sonado anunciando la breve tregua de la
cena.
El viejo pescador y el agente viajero fueron los primeros en darse cuenta de que algo
insólito se avecinaba. Los policías y los extraños que se sumaran a los fieles no se veían
ahora por ninguna parte.


En toda el área del puerto paralizado y mudo, sólo la voz del hombre se alzaba como un
alto surtidor hacia el dorado sol de la tarde.
De pronto, un chillido, mezcla de queja y de grito contenido, se oyó sobre la voz del
Maestro y todos volvieron la vista hacia el lugar de donde venía el lamento. Un enorme
cajón había que-dado suspendido en mitad de su viaje y se mecía en la altura al impulso del
aire fresco del anochecer. Las cuerdas se quejaban al peso de la cristalería y una nubecilla
de paja se desprendía de las tablas de pino y revoloteaba jugando con la brisa y alejándose
hacia el mar.


El Maestro dejó de predicar y se quedó mirando la basta extensión marina que se perdía
en el horizonte con el mecido ritmo de una libertad sin fronteras.
Irrumpieron de pronto los piquetes de granaderos, aullaron las sirenas de las patrullas
de la policía portuaria, que cerraban el paso en las bocacalles, y estalló la primera granada
de gases. Cuando despertaron de su momentáneo ensueño, las culatas se ensañaban ya
contra hombres y mujeres que rodaban por el suelo escupiendo sangre y llorando de terror.


La policía se contentó con dispersar a los curiosos y descargó toda su furia contra el
núcleo de los discípulos y, desde luego, contra el jefe. A culatazos y golpes de macana los
metieron en un coche celular que partió por calles y plazas sin callar la sirena hasta llegar a
la delegación de policía, escogida a propósito para el caso, y situada en un barrio residencial
alejado del bullicioso centro de la ciudad. Iban a parar allí, uno que otro hijo descarriado que
se había pasado de copas y alguna sirvienta que había dejado entrar a su hombre en casa
de los patrones, para que hiciera alguna pequeña ratería y dormir con él hasta la
madrugada.


Era uno de esos barrios preferidos por los altos empleados de la banca, del comercio y
de la administración oficial; gente de vacaciones en el mar, golf los sábados y afiliación a
clubes y hermandades de beneficencia.
Se trataba de cargar sobre el Maestro y sus amigos toda la responsabilidad de la
agitación que se venía percibiendo desde hacia varios días. Así se justificaban, además,
ciertas medidas represivas muy eficaces para calmar la revuelta y detener cualquier intento
de violencia por parte de los trabajadores de los muelles y de sus compañeros de fábricas y
gremios que intentaran unírseles. El delegado había sido reemplazado ese día por uno con
la consigna de actuar en determinado sentido.


Le asesoraba un improvisado equipo de eficaces colaboradores. El coche celular
penetró por una amplia puerta y fue a detenerse en un extremo del patio interior del edificio.
El primero en bajar renqueando fue el antiguo conductor de tren que traía un ojo cerrado por
un golpe de macana. Fueron bajando los demás entre un silencio roto por esos sordos
mugidos de animal acosado que lanza el hombre cuando sufren sus carnes y lo atenaza el
miedo. Entraron en fila a la sala de audiencias. De pie, a la cruda luz de las lámparas,
ofrecían el más lastimoso y desusado aspecto que pueda imaginarse. El dolor de los golpes
y de las heridas los hacía temblar y la humillante angustia que la acción de la justicia
transmite a sus víctimas en forma implacable, había hecho presa de ellos anulándoles hasta
el más sencillo razonamiento.


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Uno a uno dieron sus datos personales, hasta llegar al Maestro a quien le manaba la
sangre de una herida en la frente y cuyo brazo izquierdo, inmovilizado, tenía cierta grotesca
desviación, efecto de una fractura por varias partes, causada por los culatazos. Dijo su
nombre, su edad y cuando el delegado -un hombrecito obeso, sonriente, de aspecto
bonachón y de una meticulosidad de maneras que escondía apenas un fondo cruel y frío- le
preguntó por su domicilio, respondió:
-No vivo en parte alguna. Mi misión es llevar la verdad por los caminos y sembrarla en
todos los sitios donde los hombres sufran la injusticia y el dolor.
-Evitemos los sermones -repuso el funcionario- y vamos al grano.
-Quien pierde el tiempo conmigo, lo gana en la eternidad -respondió el otro sin
inmutarse.
-Sí... sí... Ya lo sé... Bien. Se te acusa de los delitos de subversión del orden público,
conspiración contra la seguridad del Estado, motín, asociación delictuosa, ejercicio ilegal de
la medicina, fraude y lenocinio. Constan en autos declaraciones de testigos que prueban
cada una de estas imputaciones. ¿Tienes algo qué declarar?
-El que teje la mentira, teje su propia mortaja y pierde su alma -volvió a contestar el
acusado con igual serenidad.
-Si tienes algo que declarar en contra de las acusaciones que te formula el ministerio
público, dilo y, por favor, no hables más en parábolas ni con metáforas, que ya no es hora
para ello y en esto te va la vida, y, tal vez, la de tus cómplices -le previno impaciente, el
delegado.
-Si yo falté en algo, yo soy el culpable. Si ellos me siguieron fue por mi consejo y por el
prestigio de mis hechos, y, por lo tanto, son inocentes. No acabes de envilecer tu justicia con
sacrificios inútiles.
-Eso soy yo quien va a resolverlo y no tú. ¡Que los encierren! -ordenó el delegado.


Los guardias los sacaron al patio. Atravesaron la ata y tibia claridad nocturna, turbada
por el paso de soñolientas y tranquilas nubes que viajaban hacia el mar en busca de la
mañana en otras tierras. Todos sintieron el hechizo de la promesa de una imposible
felicidad, ofrecida en lo alto de los grandes espacios abiertos y la vanidad y pequeñez de
sus asuntos. El viejo pescador se quedó rezagado contemplando la luna y sintió de pronto
subir por su sangre, turbada por el dolor y el escarnio, la ebria libertad marina en la que
viviera durante tantos años de viajes y pesquerías persiguiendo cachalotes y bancos de
atún, cuyo loco y nómada capricho rigiera su vida marinera. Un culatazo en los riñones lo
trajo al presente.
-¡Entrando, abuelo, entrando, que ya no es tiempo de mirar al cielo! -Un empujón lo
arrojó al húmedo piso de cemento por donde corrían ya desde varios puntos, hilillos de una
sangre tibia y pegajosa cuyo tacto aumentaba el terror y minaba feamente las más
esenciales energías. Se fue arrastrando hasta recostarse en la pared y cuando sus ojos se
acostumbraron a la penumbra del calabozo, se destacó ante su vista la silueta del Maestro
con el rostro envuelto en una red de sangre seca.


Mucho tiempo pasó antes de que uno de los dos hablase.
Desde el primer día, cuando el viejo lo conoció en el puerto, un tácito pacto se convino
entre ellos, excluyendo de su relación ciertas fórmulas doctrinarias y ampulosas, usadas a
menudo por el Maestro para distanciar a los demás discípulos. Con el viejo, la amistad
surgió de un plano más profundo y una mayor verdad circulaba por entre las palabras de sus
conversaciones, como si cada uno se hubiera reservado un cierto campo, un aislado
dominio, en donde el otro no ejercía derecho alguno.
-¿Y ahora qué, Maestro? -preguntó al fin el viejo.


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-Ahora las cosas han comenzado a ordenarse y nada podemos hacer sino esperar el
milagro.
-Pero nosotros moriremos, Señor, y todo se perderá para siempre y nadie estará libre de
la miseria, y la injusticia fortalecerá sus cimientos sobre los hombres.
-Será bien por el contrario. Mi sacrificio os dará las herramientas para sembrar por el
mundo la palabra salvadora y tú serás el cimiento de mi templo.
-¡Ay Señor! estamos aislados y nadie sabe de nuestra prisión y cuando lo sepan, será
por boca de quienes nos han detenido y vejado y ellos se encargaran de acomodar una
versión que sirva a su propósito y nos presentarán como farsantes y criminales. Debemos
tratar de salir como mejor se pueda de aquí, reconociendo algunas de las culpas que nos
achacan y buscar mejor suerte en otro sitio. De lo contrario, estamos perdidos y, con
nosotros, tu palabra y tu mensaje.
-Tu fe flaquea por el dolor de tus carnes y el miedo que masca tus entrañas. Nada
podrán contra nosotros. Ni siquiera tu debilidad prevalecerá contra nosotros, ni contra ti
mismo. En ti confío mi doctrina y mi verdad y, sin embargo, antes de que cante el gallo me
negarás tres veces.
-Deliras, Señor, el miedo trabaja también tu cuerpo y te hace vernos más débiles de lo
que en realidad somos.
-El gallo lo dirá. Ahora, déjame estar con mi Padre.
Pedro guardó silencio y, poco después, un profundo sueño, poblado de angustia y de
mudos gritos de terror, le obligó a recostar la cabeza en el hombro de su compañero cuya
mirada se perdía en una eternidad sin nombre de la que solía derivar la materia de sus
milagros y predicaciones.


El anciano despertó sobresaltado. Gritaban su nombre, lo gritaban los guardias y lo
repetían, en voz baja, sus compañeros. Se incorporó adormilado y entumecido y salió a la
frescura de la madrugada que lavaba el patio con una lechosa substancia hecha de frío,
brisa marina y rocío condensado sobre el sueño de la ciudad. Respiró hondamente y un
ansia de vivir, de seguir de pie sobre la tierra, de gozar de esas cosas perdurables y simples
que hacen del mundo el único lugar posible para el hombre, le atenazó la garganta y le
subió en un hondo sollozo que casi era de alegría.


Lo llevaron de nuevo ante el delegado. Revolvió éste con calma unos papeles, tomó los
que buscaba e inició su interrogatorio:
-¿Así que tienes licencia de pescador? En tu hoja no hay ningún mal antecedente. Por
el contrario, veo que tienes dos citaciones del Club de Salvavidas, por auxiliar en dos
ocasiones a compañeros en peligro. Bien se ve que no eres de la misma clase que los otros.
No eres un aventurero sin oficio, ni un charlatán que explota la credulidad de los ignorantes.
¿Qué te ha llevado a buscar estas compañías?
¿Quién te obligó a seguirlos?
-Nadie me obligó, señor. Algunos son mis amigos desde hace mucho tiempo y son,
como yo, gente de paz y buenos ciudadanos.
-¿Y qué dices de los otros? Los que no conocías antes, ¿qué me dices de ellos? No te
merecen tan buena idea, ¿-verdad-? ¡Contesta!
-De los demás no sé, señor. No podría decirle mucho. Hace poco que los conozco.
-Y sin embargo, convives con ellos y con ellos conspiras, estafas a las viudas con
supuestas resurrecciones y otras patrañas ya bien conocidas.
-Creo que son buenos muchachos, señor. Respecto a los milagros, existen actas
notariales...

7


-Sí, ya sé cómo se hacen esas actas notariales. ¡No hagas más el idiota y respóndeme!
¿El jefe es uno de esos antiguos amigos tuyos?
-No señor. Le conocí hace apenas unos meses. Se alojó en mi casa, cuando le presté
mi lancha para predicar a los pescadores que regresaban de mar adentro. No le conocía
antes, señor.
-¡Ajá! ¿Y le seguiste sin conocerlo siquiera?
-No tengo ahora redes, señor. Las alquilé a unos pescadores del lago y en lugar de
quedarme en casa, pues...
-¡Te lanzaste a los caminos como un buhonero! ¡Vaya, viejo, vaya! No has dado
muestras de mucho juicio. ¿Qué opinas del tal Maestro? ¿Quién es? ¿De dónde viene?
¿Qué pretende con su agitación? Vamos, ¡contesta! Tú eres vecino de esta ciudad, tienes
fama de hombre serio y honesto, se te aprecia entre tus compañeros de labor; ¿vas a echar
a perder tu buen nombre y tu profesión, servida por tantos años con riesgo de tu vida y
amargos esfuerzos, sólo por ayudar a un hombre del que no sabes siquiera quiénes son sus
padres, ni dónde nació?
-No, señor. Pienso volver a mi trabajo. Quería sólo conocer un poco los caminos de
tierra firme. He pasado toda mi vida navegando y nunca me había internado tierra adentro.
Ya lo hice. Ahora volveré a mi trabajo.
-Bien. Veremos si no es muy tarde para arrepentirse. Ven, firma aquí y te dejaremos
tranquilo; regresarás a tu lancha y a tus redes.


El viejo examinó el escrito. Era una larga y complicada secuencia de fórmulas penales
que escondían algo simple: su retractación de toda connivencia o comunidad de ideas con el
Maestro y una encubierta pero concluyente confesión de que lo había seguido sin fe alguna
en su doctrina, y más por curiosidad y aventura que por otra causa. Firmó en silencio y fue
llevado a una estrecha alcoba en donde roncaban dos oficiales. Trascendía a licor barato y a
sudor agrio y penetrante. Le dieron una manta y le señalaron un pequeño catre metálico que
tenía un astroso colchón manchado en el centro por el uso. Allí se tendió y se sumió en el
sueño.


Soñó que daba de beber a unos caballos que le miraban fijamente con sus grandes ojos
acuosos y tristes, antes de bajar la cabeza hacia el balde con agua que él levantaba apenas
del suelo. A lo lejos, su madre, parada en un acantilado y con las fuertes piernas abiertas
para no perder el equilibrio, mecía una gran vela blanca a manera de señal hacia el mar
solitario y dormido. Los caballos, al agacharse para beber, comentaban en un lenguaje
incomprensible y en voz baja algo vergonzoso relacionado con la mujer y sus ademanes. El,
turbado, trataba de sonreír, como si no quisiera darse por enterado de lo que hablaban las
bestias que cada vez piafaban con mayor fuerza. Le despertó el golpe de las culatas en las
losas del patio. Una compañía de granaderos formaban para el rancho de la mañana.


Estuvo rondando por los corredores sin que nadie se ocupara de él. Varias veces
intentó, sin éxito, descubrir el sitio en donde los encerraran la noche anterior. Se perdía en
un laberinto de pasillos y puertas que se abrían y cerraban continuamente, dando paso a
guardias y ayudantes que se alejaban presurosos con aire preocupado. En su mente se
habían borrado las horas transcurridas desde cuando viajaban en el ómnibus por las orillas
del lago, en dirección a la ciudad. Una molesta desazón le impedía estar quieto, como si
tuviera algo muy urgente que hacer y no pudiera recordar qué era.


Hacia el mediodía, al abrirse una de las puertas que daban al fondo del patio, oyó un
quejido como el que lanzan los toros cuando los castran con un golpe de maza, mezclado
con carcajadas de mujeres al parecer ebrias. La puerta se cerró apagando los quejidos y las
risas. El viejo volvió de un golpe a la realidad de la noche anterior y a los sucesos que lo
habían traído allí. Pensó en el Maestro, en su inseparable bufanda, en el hombre de la
gabardina. No había llegado con ellos. Tampoco había estado en el puerto. O tal vez sí. Al
comienzo. Sí, estaba al comienzo, pero después se había esfumado. Y el joven mecánico y
sus parientas de dudosas costumbres, y el vendedor de aves disecadas y su garrulería


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inagotable. Una aguda punzada le obligó a bajar la cara. Los había traicionado. Los había
negado. Había negado al Maestro. Le había hecho aparecer como un desconocido al que
siguió por no hallar distracción mejor durante su pasajera ociosidad. Y la verdad era que él
le había presentado a su madre cuando fueron a las montañas durante el verano, y juntos
habían ido donde el padre para contratar con él un trabajo de carpintería en la lancha del
pescador y los dos viejos habían conversado largamente de sus buenos tiempos y de las
aulagas porque pasaron en el aprendizaje de su oficio. Y había más. Pedro era quien había
insistido en seguirle, porque el Maestro se mostró al comienzo algo remiso en aceptarlo, por
considerar que estaba ya en el ocaso de su vida y la tarea que le exigía podía estar por
encima de sus fuerzas y de la agilidad de su mente. Era el único con el cual el Maestro
tuviera una amistad personal, una particular e íntima simpatía y hasta cierto respeto por la
madurez de sus años. ¡Y él lo había negado! ¡Y el Maestro se lo había predicho con amable
clarividencia!


Lo sacó de sus penosas meditaciones la irrupción en el patio, por la puerta donde
oyeron el alboroto, de dos mujeres vestidas con ajados y costosos trajes de noche y todavía
con ciertas señales de ebriedad.
Las acompañaba un policía que sonreía con ellas de algo que sucediera adentro, tras
de la puerta.
-¡Yo soy la fuente de la vida y la eterna resurrección!
-gritaba la más joven, que tenía un aire masculino y deportivo, al mismo tiempo
marcadamente vicioso e histérico-. ¡Qué agallas del tipo! Al principio creí que me estaba
proponiendo algo y no entendí hasta cuando le vi cerca. Ja... ja... ja... ¡Con esos anzuelos
cualquiera resucita! Tu muñequita te resucita, precioso. Déjame, te resucito, mi rorro, ¡déjate
hacer! Y la cara que puso. Ja... ja... ja... ¡Como si lo hubiera picado un bicho!
-Y el muchacho. ¿Qué te pareció el muchacho? ¡El mecánico! -aclaró la otra, una
morena alta, en la que se adivinaba la frigidez tras la crueldad de los gruesos labios
inmóviles y la mirada lánguida y calculada de los grandes ojos muertos-. ¡Cómo lo
consolaba desde su celda! Yo creo que es de esos. ¿Viste cómo lloraba por su Maestro?
¡Su querido Maestro! Así se dirán ahora. ¡Cada día inventan un nombre nuevo!


Pasaron a su lado sin mirarle, dejando un aroma trasnochado y agrio, mezcla de
perfume caro y de vómito con un balanceo largo y marcial de las piernas y las caderas.
«Como yeguas en el -paddock- antes de la carrera -pensó-, y como ellas inútiles, excitadas,
caprichosas, dañinas e insolentes». Cruzaron el patio y salieron por la puerta del centro. El
guardia las acompañó hasta la calle y regresó orgulloso de la familiaridad postiza con que le
trataron las muchachas. Quería insinuar que había logrado con ellas mucho más de lo que
pudieran creer sus camaradas. «Y todo por una repentina simpatía bohemia, una loca
amistad deportiva que creen muy civilizada» -pensó el viejo-. Hablaban de él, entonces.
De él y del muchacho. Debieron divertirse a su costa. Esas eran las carcajadas y los
gemidos. Un doloroso pánico le subió por las entrañas y se anudó en la garganta. ¿Y los
otros? ¿Qué sería de los otros? Los guardias pasaban sin hacerle caso y no contestaban a
sus tímidos intentos por averiguar algo.


Por fin, uno, menos urgido quizás o más amable, se detuvo:
-¿Qué quieres abuelo? ¿Qué se te ha perdido por aquí?
-¿Sabes algo del Maestro? ¿Dónde están sus discípulos?
-No me dirás que perteneces a esa banda de infelices. Tienes aspecto respetable y tus
canas no van con esas payasadas.
-No, desde luego que no tengo nada que ver con ellos. Era pura curiosidad... Como
hablan tanto de la cosa.
-Pues le echaron toda la culpa al que los dirigía. Los demás salieron esta madrugada
menos el joven que insiste en quedarse para ayudarle a pasar las últimas horas. Ha
confesado algunas cosas. Lo suficiente para acusarlo de conspirar contra la seguridad del


9


Estado, fraude y otros delitos peores. Esta tarde lo ejecutan. Creo que está un poco tocado;
vaya, que no se le entiende mucho lo que dice. ¿Quieres verlo?
-No -contestó el anciano atemorizado-, era por curiosidad... gracias, muchas gracias.
-Bueno, pero, ¿y tú qué haces aquí? -preguntó el otro intrigado de pronto por la
presencia del viejo a esas horas en los patios, cuyo acceso sólo se permitía al personal de
vigilancia y a detenidos muy especiales.
-¿Yo? -titubeó el pobre, más asustado todavía-. Nada... nada... una multa ¿sabes?
Pesca en aguas de la Base Naval... los reglamentos... ya conoces... son muy estrictos... es
decir... nada serio.
-Bueno, bueno -contestó el guardia tranquilizado ya-.
Que arregles pronto tu asunto, abuelo. Ya ves, este sitio no es para ti. ¡Estas putas han
armado escándalo toda la noche! Estaban empeñadas en meterse con el profeta y le dijeron
todo lo que les pasó por la cabeza, hasta que se las tuvieron que llevar por la fuerza. No es
espectáculo para tus canas.
Bueno, que salgas pronto. Adiós.
-Gracias -repuso Pedro-, muchas gracias. Adiós.
Y se quedó inmóvil, profundamente abstraído, sintiendo que una gran vergüenza
tornaba a invadirle.


Pero esta vez, una sensación de suave relajamiento de ciertos resortes interiores,
comenzó a dominar sobre el remordimiento; y algunos recuerdos de su vida en el mar, de su
familia, de su diaria rutina portuaria, comenzaron a emerger formando una sólida corteza
sobre la cual resbalaba la vergüenza, sin herir ya ciertas zonas profundas y secretas que
volvían a la paz de sus tinieblas.


Pasó el mediodía y, a eso de la una, dos guardias, con expresión turbada de penoso
agotamiento, salieron por una puerta del fondo y le hicieron señal de acercarse. Tenían la
expresión de haber cometido algo vergonzoso y prohibido. Las canas del viejo los apenaron
aún más y sólo atinaron a pronunciar un -síguenos-, harto inseguro, con voz pastosa y
áspera que despertó en aquél el mismo terror de la última noche. Pasaron por un estrecho
corredor con puertas de hierro pintadas de blanco.


Al fondo, una pequeña sala, al parecer oficina o consultorio médico, se destacaba
intensamente iluminada. Una silla, un sofá de consulta en cuero color rojo oscuro, algunos
aparatos quirúrgicos con unos balones de oxígeno y cilindros de gases de anestesia,
acababan de confirmar el aspecto de enfermería del conjunto. Un fuerte olor a desinfectante,
mezclado con el dulzón de la sangre fresca, flotaba en el ambiente. Entró deslumbrado por
la intensa luz de las lámparas. Los guardias le empujaron suavemente tomándole por los
hombros.
-Quiere hablarte. El delegado dio permiso. Ya no hay más qué hacer con él. Pueden
conversar cuanto quieran. Ya vendremos por ti cuando sea hora. Vamos... entra -y salieron
haciendo sonar sus botas en el silencio del pasillo.


El viejo comprendió de repente. Un movimiento instintivo de seguir a los guardias, de
huir, de no ver aquello que se tambaleaba grotescamente amarrado a un blanco trípode
metálico, escupiendo sangre y gimiendo como un niño lastimado, le hizo retroceder hasta la
puerta, que en ese momento se cerraba tras él, por la acción de un poderoso resorte.
Confuso, lleno de vergüenza y sintiendo que un ardiente sentimiento de piedad animal le
invadía quemándole la garganta, se acercó hasta sentir contra su rostro la entrecortada
respiración que salía por los orificios que, uniendo lo que había sido boca y narices, servían
para insuflar un poco de aire a las maceradas carnes de la víctima. Le miró en silencio y
lágrimas de asoladora ternura comenzaron a correr por su curtido rostro de marino, a tiempo
que repercutían en él todas las heridas y vejaciones que en el otro palpitaban con propio y
especial impulso reflejo.

10


Estaba desnudo, la cara caída hacia adelante, deformada a puñetazos con manopla,
que le habían borrado todo perfil humano. Un ojo vaciado de la órbita le colgaba en un
blancuzco pingajo sanguinolento. El otro se movía sin parar, loco en la órbita despellejada.
Habían insistido sobre la fractura, hasta lograr la luxación completa del miembro. El otro
brazo tenía horribles quemaduras y de las uñas goteaba un ácido que hacía burbujas en el
piso y se extendía en una mancha negruzca. Las piernas, brutalmente abiertas, descubrían,
al fondo, la hinchazón monstruosa de los testículos, de cuya piel colgaban multitud de
anzuelos de los que usan los pescadores de truchas, unos con plumillas de vivos colores,
otros con un delicado insecto de élitros vibrantes, algunos con cucharillas niqueladas que
giraban entre vivos destellos y los demás con objetos de formas indeterminadas y vistosas.


Un hilo pasaba por los anzuelos uniéndolos a una cuerda que colgaba hasta el suelo. Los
pies le temblaban sin descanso y los dedos le habían sido cortados de raíz. La postura del
cuerpo, el escorzo del tronco sentado en el banquillo de cirugía, tenía algo de irrisorio
espantapájaros que movía a mayor lastima quizá que las heridas. De pronto, una voz salió
por entre rosadas burbujas formadas a medida que las palabras se abrían paso torpemente
por el agujero en donde antes estaba la boca.
-Quise hablarte, Pedro, sólo a ti, porque sé que tu espíritu es débil pero tu corazón es
más grande que el de tus hermanos y tiene ya menos cosas que lo distraigan de su
verdadero destino. Tú serás mi seguidor, sobre mi muerte edificaras la palabra eterna y con
ella te harás invencible y las fuerzas del mal nada podrán contra ti ni contra los que sepan
escucharte y seguirte. Me han hecho confesar horribles mentiras. Los pobres, los que nada
tienen que perder, sabrán que estas patrañas han sido fruto del dolor y de la debilidad de
esta carne infeliz. Ellos te oirán y con ellos fundarás mi familia. No podrás esquivar tu misión
y ha terminado la paz de tus días y la felicidad de tu oficio. Vete.


El viejo sollozaba, de rodillas ante el cuerpo que hablaba. Con un pañuelo intentó limpiar
la informe masa del rostro tan ajeno ya a las palabras que emitiera. Un movimiento de
impaciencia sacudió el cuerpo e hizo tambalear la silla a la que estaba amarrado:
-Déjame, te digo. Muy pronto tendré que dar cuenta de la misión que se me confiara
entre los hombres.
No tengas piedad de mí. Ten piedad por ti y llora por los días que te esperan. ¡Vete!
El viejo comenzó a levantarse y retrocedía hacia la puerta sin quitar los ojos del
supliciado, cuando dos hombres vestidos de blanco y con guantes de cirugía entraron
llevando unos estuches metálicos y unos frascos.
-Déjanos solos -le ordenaron-, vamos a arreglarlo para que lo puedan exponer ante el
público y no debe quedar huella del trabajo de los guardias. La tarea es dura y sólo
contamos con unas pocas horas.
Vamos, saliendo... pronto.


Mientras uno le llevaba hasta la puerta, el otro se puso a ordenar sobre una mesa
pinzas, cuchillos y otros instrumentos de variadas formas y tamaños.
Quedó solo en el corredor, sin saber hacia dónde dirigirse. Sentía un cansancio que le
calaba hasta los huesos y un dolor que le horadaba las entrañas, impidiéndole pensar y
hasta moverse. Lloraba, lloraba incansable y silenciosamente, como si una vía allá adentro
se hubiera roto y fluyera incontrolable.


Alguien, al pasar, le empujó sin verlo. Oyó que le pedían perdón y contestó sin escuchar
sus propias palabras. Pasó mucho tiempo. Para él fueron anchos espacios estriados de
dolor, de terrible solidaridad con el hombre. Vastos espacios sin tiempo, de los que fue
rescatado por la voz de uno de los enfermeros que le alcanzaba algo irreconocible.
-Toma, dijo que era para ti.
Alargó la mano y sintió el peso de una tela mojada en sangre. Reconoció el pañuelo de
seda y lo que habían sido las estilizadas líneas de los campeones de regatas, que
semejaban, por obra de la sangre seca, confusos trazos de un lenguaje milenario en una
tela trabajada por la acción de los siglos y el olvido de los hombres.

11


Caminó sonámbulo hasta el patio y allí se recostó en una de las columnas laterales y le
dominó el sueño. Al salir de la vigilia, le llegó una frase que después olvidó para siempre y
que fue la materia de sus pesadillas de esa noche:
«Viejo como los peces con carne de mármol y olor malva».


Cuando despertó era de noche. Le habían echado encima una manta de cuartel en la
que se envolvió para seguir durmiendo. Miró hacia las estrellas y sin percibir ni entender la
oquedad celeste, tornó a hundirse en el sueño. Le despertaron a la mañana siguiente ruidos
de botas y armas. Abrió los ojos y vio a un guardia que se enjuagaba los dientes y escupía
en los resumideros del patio un líquido blanco con olor a menta. Sintió los miembros
entumecidos por el duro lecho de baldosas sobre el que había dormido.
Un sargento, que hacía rato le miraba, se acercó y le dijo:
-Oye anciano, ya dormiste tu borrachera, ahora vete y otra vez no busques más líos con
la policía.


Pedro le miró y se dio cuenta, por el color de las insignias, que se trataba de un nuevo
regimiento que había venido a relevar al del día anterior. Le tomaban, tal vez, por uno de
esos borrachos trasnochadores y bullangueros que en su errante ebriedad suelen ir a parar
a los barrios tranquilos y respetables. Se puso en pie con dificultad y una ola de mareo y
náuseas le pasó ante los ojos y le subió hasta la boca. El aire fresco de la mañana le dio
fuerzas suficientes para andar y se encaminó hacia la puerta de salida. Empezaba él mismo
a convencerse de que en verdad había llegado allí por algún escándalo de cantina. Al
empujar la puerta, una voz seca y militar gritó:
-¡Eh! ¿Adónde va ése? ¿Quién le dijo que saliera? ¡Alto!


Alguien le tomó por el brazo, haciéndole voltear bruscamente. Un corpulento oficial a
medio vestir le miró de pies a cabeza examinándole con somnolienta parsimonia.
-El sargento -repuso Pedro-, el sargento me dijo que podía salir, señor -y señaló al
fondo del patio en donde el sargento que le había dicho que podía irse estaba limpiando una
pistola.
-¡Sargento! -gritó el oficial-. ¿Qué pasa con éste?
-Sí, mi capitán. No hay nada contra él. No dejaron ningún papel los del turno de anoche.
Parece que llegó borracho y le pusieron una multa o no sé qué.
-Está bien, puedes irte, y más juicio para otra ocasión, ¿eh?


El anciano abrió la puerta y penetró a un largo y obscuro pasillo en donde habían
apagado ya las luces y no llegaba todavía la claridad de la mañana. Allá en el fondo, un sol
color manzana, repartía sobre la calle una tierna luz sin sombras. El pescador se dirigió a la
salida, titubeando aún pero más despierto ya y con la conciencia de que algo le esperaba
afuera que lo liberaría de esa incómoda y vaga carga que le pesaba en un rincón de la
memoria. De pronto, cuando iba a trasponer el umbral, alguien le llamó de nuevo desde
adentro. Era el capitán que asomaba para pre-guntarle:
-¡Eh! ¡Tú! ¿No pertenecías acaso a los seguidores del que ejecutaron ayer tarde?
Pedro se volvió a mirarlo y se detuvo sin saber qué decir.
-No, no sé quién era, señor -logró por fin contestar-. Soy pescador del puerto. Tengo mi
matrícula en orden. No tengo nada que ver con ningún ajusticiado. La matrícula ¿sabe
usted?... En aguas de la Base...
pero pagué... estoy en orden. Yo... ¿sabe usted?
-Está bien -le interrumpió jovialmente el otro-. Lárgate y buena suerte. Y se oyó un
portazo que trajo de nuevo la penumbra al pasillo.


Al cruzar el umbral se bañó en la tibia claridad de la calle. Un gallo lanzó hasta el cielo
las cuatro notas de su canto, como un volatinero que inicia el espectáculo tirando a lo alto
las espadas que después irá a tragarse. El canto inauguró la mañana poblándola de todos
esos ruidos con los que el hombre pone de nuevo en marcha su vida sobre la tierra.


12


El anciano pescador bajó al puerto. A medida que se acercaba al mar, sitios y caras
familiares le fueron abriendo las puertas del mundo. Los días del pasado volvieron a llenarse
con el inconfundible lastre de recuerdos, amargos o felices, pero materia singular e
incanjeable de su vida, que lo empujaba otra vez a ser un hombre entre los hombres, sin
más doctrina que las enseñanzas del mar, sus astucias y repentinos furores y sus calmas
también inesperadas y agotadoras. Subió a su barca y se puso a trabajar en el arreglo y
ajuste de la maquinaria. El contacto con las herramientas, el ronroneo de los motores, el
viento marino barriendo la lisa madera de la cubierta, fueron hundiéndole más en sus
asuntos y ali- gerándole del agobiador lastre que la enajenada presencia del Maestro
acumulara sobre el hábil perseguidor de cachalotes y bancos de atún. Puso a andar la
lancha y puso proa hacia la jefatura del puerto. Iba a renovar su permiso de pesca. La
vibración de la hélice y el desorden de las aguas alrededor de la achatada popa, le acabaron
de soldar con el mundo y entonces comprendió porqué había negado al Maestro y cuán
extraño era a su doctrina y al imposible sacrificio que suponía. Todo lo sucedido en las
últimas semanas comenzó a retroceder buscando su justo lugar en el pasado, ordenándose
en la memoria con otros muchos recuerdos, y perdiendo esa particular energía, ese
vertiginoso prestigio que estuviera a punto de hacerlo renegar de su condición entre los
hombres.


Lavó el pañuelo en el agua que entraba por la borda y lo puso a secar en una de las
ventanillas laterales. Las siluetas de los esbeltos yates comenzaron a destacarse de nuevo
sobre el fondo marfil y celeste de la seda.
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Alvaro Mutis
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VIVIR ES EL ARTE DE ATRAVESAR ESPERANZAS. -R.M.J.