miércoles, 9 de marzo de 2011

Don David

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Don David se quedó muy abatido. Tan abatido como no le había visto nunca. A mí me remordía un poco la conciencia. ¡Pobre don David, con lo bueno que era! Don David no había sido mareante, como don Anselmo, ni buen vividor y hombre de recursos, como don Marcelino. Don David, tan mañosito, tan meticuloso, tan detallista en todo lo suyo, no había pasado de ser un ilusionado, un imaginativo, un hombre obstinado en vivir de espaldas a la realidad y a quien la realidad hubo de azotar tan despiadadamente, tan sin consideración, en las espaldas...
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Don David estuvo un largo rato con la cabeza caída sobre el pecho, con la mano caída sobre el brazo de la butaca, sosteniendo el largo cigarrillo emboquillado, con el flexible caído sobre los ojos... Cuando se cansó de la postura, se echó el sombrero para atrás, levantó la cabeza, dio unas menuditas y veloces chupadas al pitillo y se me quedó mirando fijamente, como un poco extrañado de haberme podido contar, de un tirón, sin preocuparse -¡quién lo hubiera de decir!- de la ceniza que rodaba por su chaleco, todas las cosas que me dijo.
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En sus ojillos grises brillaban las lágrimas que la memoria de su desgracia le trajo; temblaron un instante bajo el nervioso parpadeo y rodaron limpiamente, sencillamente, con una limpieza y una sencillez que daban miedo, sobre sus mejillas.
Después, como disculpándose, sonrió:
-Usted me perdonará.
Yo no tenía nada que perdonarle. Quien tenía que perdonarme era él a mí. Tenía que perdonarme el haberle hecho caso, cosa que probablemente -¡quién sabe si por caridad!- hacía años que nadie había hecho, tenía que perdonarme el haber prestado atención a sus tristes recuerdos; el no haberle interrumpido, el no haber desviado la conversación... Pero -¡qué le íbamos a hacer!- ya no había remedio; le hice caso, le presté atención, no le interrumpí... No pude hacerlo. Sabía que el hablar de lo que hablaba le hacía padecer; pero no me compensaba de mi posible crueldad el hecho de que también me hacía padecer a mí y de que don David lo notaba. ¡Sentía el pobre, probablemente, tanto consuelo en su pena al transmitírmela, aunque no fuese más que como lo hacía, en pequeñas porciones, como temeroso de herirme demasiado íntimamente con su tristeza...!
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Don David se levantó. Dio unos paseítos por la sala, ya desierta, y se quedó mirando detenidamente, durante un largo rato, a través de los cuadrados cristales de la galería, hacia el mar oscuro y mudo como un muerto. ¡Sólo Dios sabe qué sombrías figuraciones le traerían las olas en su rodar aquella noche...!
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Le propuse acompañarle hasta su casa, pero, -cosa extraña en él, que rehuía la soledad-, me rogó que no lo hiciese. Después me enteré que antes de irse a dormir, antes de meterse en la amplia cama de matrimonio, -de caoba centenaria de la mejor, con incrustaciones de bronce-, que con tanto cariño había mandado traer de Inglaterra, de la casa "James Clark and Son", de Londres, se pasó por la barbería de Benjamín.
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En la barbería de Benjamín se reunía todas las noches lo peor del pueblo a tocar la guitarra y a beber vino tinto. Cuando don David llegó, todos se pusieron en pie.
-¡Caramba, don David! ¡Tanto honor que nos hace! ¡Usted por aquí!
-Sentaos, sentaos...
-Pues ya lo ve el señorito don David... Por aquí nos ajuntamos todas las noches un rato, por eso de matar en compañía la fatiga... ¡Como somos pobres...!
Según cuentan, a don David tuvieron que llevarlo hasta su casa, ya muy metida la madrugada, completamente borracho...
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¡Pobre don David, a sus años, tan mañosito, tan meticuloso, tan detallista en todas sus cosas, bebiendo para olvidar, como cualquier criada de servir, en aquel antro de la peluquería!
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II
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-Había sido la primera gran ilusión de mi vida, -empezó a decirme don David-. Tenía veinticinco años... ¡dorada edad...!
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Lo preparé todo con cuidado, como si tuviese miedo de que el más pequeño detalle mal cuidado me lo echara todo a rodar. Yo no soy supersticioso, pero... ¿por qué será que, en algunos momentos de mi vida, cuidé de las cosas como si temiera contrariarlas, como si temiera la desgracia que su contrariedad pudiera acarrearme? La cama la mandé comprar a Inglaterra, a la casa "James Clark and Son", de Londres. Era grande, muy grande, y toda de caoba centenaria de la mejor, con una gran incrustación de bronce. ¡Si viese usted el cariño que puse en el encargo!... Los demás muebles los hice yo mismo; unos del todo, otros solamente el diseño. Mi pequeño taller de aficionado no tenía condiciones para que pudiera enfrentarme con muebles grandes, y aquéllos con los que no me atrevía se los encargaba a Domínguez, -usted habrá oído hablar de él a sus padres-, el afamado ebanista de Santiago.
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Entre unas cosas y otras tardé cerca de un año. Yo siempre he sido muy cuidadoso, y la construcción de aquellos muebles que iban a ser -¡triste de mí!- testigos de mi felicidad terrena, distraía mis ocios y me compensaba en parte de la forzosa separación de ella. Ella estaba en Santiago, ¡ya ve usted, a cuarenta kilómetros!... ¡Pobre Matilde, cómo sufría con nuestra separación! Yo iba a verla los domingos en el The West, y volvía el lunes por la mañana, feliz y preocupado al mismo tiempo, trayendo de Santiago un pañuelito con su olor, unas violetas que tuvo posadas sobre el pecho como mariposillas sobre la flor, un mechoncito de su pelo castaño, cualquier cosa que sirviese para alimentar nuestro amor durante los siete siguientes días de forzada ausencia...
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¡Aquellos eran amores, don Camilo José! ¿Cómo quiere usted hacerme creer que los jóvenes de ahora pueden quererse con el mismo santo cariño con que se quisieron sus padres? No, imposible de todo punto. ¡Aquellos eran otros tiempos! Una mirada, una sonrisa, ¡no digamos un beso!, colmaban la felicidad del más exigente de los amantes. Hoy, ¡ya ve usted! ¿qué ilusión pueden tener esos jóvenes de ambos sexos que se pasan la mañana retozando medio en cueros por la arena de la playa?
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Nuestra boda dio mucho que hablar en todo el partido. Mi pobre madre, que era una santa, se gastó conmigo sus ahorrillos, y la ceremonia hubo de ser la más lucida de todas las que se celebraron por la época. ¡Con decirle que hubo de ser comparada con la de María Berta, la hija de los marqueses de N...¡
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Yo no cabía en mí de gozo y, después de casado, estuve lo menos veinte días sin darme cuenta de nada, como si me hubieran sorbido el seso, sin ganas para trabajar, presa de una terrible y agotadora mezcla de preocupación y de alegría... Me pasaba las horas enteras pensando en Matilde y, aunque la tuviese delante y pudiese tocarla con la mano, prefería imaginármela hermética y distante como una gaviota o una lejana nube... Cuando iba por la calle sentía una gran satisfacción mirándome pasar, -tan derechito como andaba entonces-, reflejado en los cristales de las tiendas o en las lunas del Café Comercio, y cuando pasaba cerca de algún amigo que por distracción no me saludaba, le llamaba jovialmente la atención para evitarme el remordimiento de conciencia que me hubiera producido el no hacerle partícipe de mi alegría. ¡Así era yo entonces!
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A las muchas cualidades que hube de observar en Matilde de soltera, añadí muchas más encontradas después de casados. Era buena, limpia, cariñosa, hacendosa. Administraba como una sabia y me cuidaba con regalo y con mimo. ¡Pobre Matilde, y qué pronto quiso Dios raptarla de este valle de lágrimas!
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Un día, llevábamos cinco meses de casados, me puse a hacer una cuna. Revolví Roma con Santiago en busca de las mejores y más ligeras maderas y las trabajé con un celo y un orden como usted no puede figurarse. Tardé tres meses en terminar la carpintería; después la recubrí de organdí azul celeste y le puse, para tapar los botones del cuerpo, unas rosetas blancas y rosa que hizo Matilde...
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El colchón también lo hice yo; mejor dicho, los dos colchones, porque tenía dos: uno grande y profundo de crin, y otro pequeño, para poner encima, de pluma... ¡Cómo escogí la pluma! Ahora me río pensando el trabajo que me costó. La pluma es una cosa que engaña mucho; cuando uno cree que tiene bastante, y aún que le va a sobrar, se encuentra con que no tiene para la mitad.
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Una vez terminada la cuna, y aunque todos los días añadía nuevos detalles, ya no había sino esperar. Al principio me impuse serenidad; pero a mediada que el tiempo pasaba, llegué a tener tan poca, tan poca, que hasta dudé si no sería que Dios quería probarme. Para combatir la desazón que me invadía di en recortar, sobre una delgada tablilla que me había sobrado, dos anagramas con las dos únicas inicialesque lo esperado, -no me haga usted decir _mi hijo_- podría tener: una "M" si hubiera sido niña; una "D" si Dios hubiera querido que fuera niño. La "M" la hice de letra inglesa, con una ramita cruzada. La "D" de letra gótica, apoyada sobre una corneta y un remo.
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Era el año 18, de triste recuerdo para tantas familias gallegas. Matilde, en el octavo mes, cogió la gripe, aquella funesta gripe que llenó de dolor y de luto a tantos desgraciados hogares... Yo estaba sin sombra. Veía pasar los días, veía que mi mujer no mejoraba, veía que se acercaba el momento... ¡Fueron unos días terribles, amigo mío! No se puede usted figurar lo que sufría; parecía como si presintiese lo que iba a pasar, lo que pasó por fin, porque no tenía más remedio que pasar...
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Yo estaba en la habitación de al lado. Estaba sentado en un sofá que, no sé por qué, me pareció en aquella ocasión desusadamente cómodo. Usted no se puede imaginar la cantidad de cosas que hube de pensar en aquellos momentos... Algunas no tenían nada que ver con todo aquello y a mí me entraba una gran preocupación por tenerlas...
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Encendía los pitillos nerviosamente, unos detrás de los otros, y los tiraba no más que mediados contra el suelo y hasta contra las paredes.
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¡Si mi madre me hubiese visto tirando las colillas al suelo! El reloj no se movía; lo miraba de vez en cuando, y lo más que había avanzado eran cinco minutos. Estaba en una terrible tensión. Don Alejandro, el médico, salía de vez en cuando y me decía siempre lo mismo:
-Ánimo, muchacho; la cosa no puede ir mejor.
Pero a mí no me tranquilizaban las palabras de don Alejandro. Seguía fumando pitillos; seguían asaltándome ideas que me atormentaban... Me acuerdo que hubo un momento que me quedé mirando para el mar y que las olas me parecieron ataúdes...
Me interrumpió, al cabo de un rato más largo que los anteriores, don Alejandro con su voz tonante, que me llamaba. Me volví; don Alejandro estaba en medio de la habitación, metiendo sus lentes en el estuche... Cuando acabó, vino hacia mí, me puso una mano en el hombro y me dijo, casi cariñosamente:
-David..., ¡todavía eres joven!...
-¡No siga, don Alejandro!
-No quise saber nada más. Me encerré en el despacho, y mi hermano, el que era mayor que yo, el pobre Enrique, se ocupó de todo.Le aseguro que en aquel momento, si hubiera fallado -¡quiso San José bendito que así no ocurriese!- mi fe en Dios sólo un instante, no hubiera sobrebrevivido mucho tiempo a la pobre Matilde.
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Desde entonces anduve siempre un poco errante por mi casa. La cuna, de las mejores y más ligeras maderas que había por entonces, y en cuyo trabajo puse un celo y un orden como usted no puede figurarse, siguió estando vacía, y en la cama, de caoba centenaria de la mejor, con una gran incrustación de bronce que había mandado -¡no sabe usted con cuánto cariño!- traer de Inglaterra, de la casa "James Clark and Son", de Londres, sobraba la mitad...
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Camilo José Cela

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VIVIR ES EL ARTE DE ATRAVESAR ESPERANZAS. -R.M.J.