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José María Ruiz, su mujer y sus tres hijos vivieron toda su vida en Zanja Honda, al sur de la llanura del Gran Chaco boliviano, donde decir sur no significa nada, porque el paisaje es idéntico al centro, a la derecha o a la izquierda. A donde vayan los ojos, el alma encontrar árboles raquíticos, que en noches de luna parecen frondosos, alargados por su propia sombra hacia el país de la exuberante vegetación.
Zanja Honda es tierra mezquina para la agricultura. El sol a plomo y los terrenos gredosos desalientan el cultivo de maíz, de mandiocas y de otras plantaciones que prosperan en las faldas del Aguaragüe. Pero lo que no florece en chino alcanza su esplendor en otros idiomas. Es decir, la magra planicie es increíblemente apta para la crianza de ganado. Merced a la potencia vitamínica de sus raquíticos arbustos, los ganaderos tienen a varias leguas a la redonda forraje y lagunas para sus animales. Ruiz era un ganadero feliz, quizás porque tenía mucho humor y pocas vacas. Joven, noble, arrecho y pobre, estaba hecho a la medida de sí mismo y prodigaba su amistad a todos, sin ocultar la creencia de que las personas que no ríen merecen un trato cauteloso. Petiso, delgado pero de tendones firmes, usó bombachas año redondo y en sus buenas épocas lucía botas cordeonadas y llevaba en los talones unas hermosas espuelas heredadas de su abuelo paterno.
Ya estaba empobrecido la noche en que varios bolivianos pernoctaron en su rancho. Lo encontraron sonriente, calzado con unas viejas alpargatas, enflaquecido hasta donde le permitía su constitución de mimbre, el rostro convertido en puro bigote.
-La casa está abierta a los troperos y también a los que andan solos -les dijo invitándolos a pasar.
Clemencia, esposa de Ruiz, le regaló un poncho al más joven de los viajeros cuando al otro día se despidieron. Eso sucedió en 1957. Dos años después las malas rachas abatieron a la región. Los camioneros que transportaban mercancías a la frontera con el Paraguay no se atrevían a cruzar los caminos gredosos, que las lluvias tornaron intransitables. Sólo era posible visitar los puestos a caballo, como siempre lo habían hecho los del lugar.
Además del pésimo clima, había otra adversidad. A comienzos de 1959 se rumoreaba que un hombre dañino, cabecilla de otros que también lo eran, estaba diezmando el ganado de los llaneros chaqueños. Nada tenía del vulgar forastero, Pascual Delfín. Era compadre de José María Ruiz y padrino de Esteban, el primogénito, a quien le había regalado una tambera. Si los atardeceres en el monte son distintos, es natural que los llaneros que lo habitan se manejen con otra luz y obedezcan a otros códigos; esas peculiaridades, sin llegar a la provocación, se hacen ostensibles en situaciones límite.
En un atardecer distinto, a la sombra rala de un garbancillo, Ruiz y Delfín tomaban vino. El petiso bigotudo, con los codos apoyados en la rústica mesa, hacía gala de n humor corrosivo, encarajinado por la pérdida de quince vacas.
-Oiga compadre Pascual: ¡No me gusta que me robe el ganado! -lo acusó saliéndose del ameno cauce de la charla.
Delfín tuvo la osadía de negarse:
-¡No sé de qué fechoría me está hablando!
Entonces Ruiz le anticipó que la próxima vez lo mataría:
-Una vaca más, camba al suelo, tembeta al sol.
-En eso quedamos, compadre -le respondió Pascual con sarcasmo.
El robo había ocurrido, por descuido. Pascual Delfín, dado al abigeato, creía indigno de un compadre hurtar bienes al padre de su ahijado. Le pesó en el alma el incidente. Y se acabó de amargar por una reincidencia casual: días después del brindis bajo el garbancillo, sus cómplices se arrearon una tropilla, donde venía bien entreverada la tambera que e obsequiara a Esteban. Cuando Delfín se dio cuenta, estaban demasiado lejos para devolverla al corral sin riesgo de ser sorprendidos.
Al amanecer, decidió atarla al tronco de un Sombra de Toro. En cuanto echó de menos a la tambera, Esteban salió como alma que lleva el diablo con sus quince años recién cumplidos. Armado de un rifle, dejó que el caballo lo guiara por el monte espinoso.
Conforme pasaban las horas crecía su desazón. No podía perder la vaquilla que sellaba el afecto de su padrino. Al mediodía de una fecha crucial se topó con ella debajo de un Sombra de Toro. Saltó del caballo sin soltar el rifle. Se disponía a desatarla, cuando alguien lo amenazó.
-¡La sueltas y te baleo!
No entendió la broma del jinete enmascarado que salió del tupido monte montado en un alazán. Caminaron senderos distintos y demoraron tiempos diferentes para coincidir en la soledad de un instante fatal, eso era todo.
-¡Entonces, nos hagamos! -atinó a responderle antes de tirarse al suelo y disparar sobre el desconocido.
Puntería o mala suerte: su desdichado padrino quedó tendido sobre los yuyos, con la frente bañada en sangre. Esteban escapó por donde pudo. Y se refugió unos días en la casa del muchacho a quien su madre le había tejido un poncho. Acorralado por las sospechas que crecían a su alrededor, decidió perderse rumbo a la Argentina.
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Jesús Urzagasti
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