La rama que acariciaba mi cabeza, me deleitaba cuando salía del sueño. El amor me seducía en momentos inesperados, y lo que prefería era triturar un pedazo de carne entre mis dientes y después beber agua helada entre las piedras que bajan de la vertiente. Dicen que me parezco al hambre, a la violencia, al infierno; fui feliz como un rey hasta que la conocí. Si fuera un niño estaría llorando, si fuera un santo los silicios hubieran consumido mi cuerpo, si fuera una hiena devoraría mis propias entrañas. Si fuera Dios volvería a crearla. El mundo es antiguo y no sé lo que tendría que envidiar, pero este instante es mi eternidad. Los días pasan tan lentamente que esperar la luz por la noche se vuelve intolerable, sin esperanzas. ¿Cómo es el sol? Olvido su forma, su color, la impresión que me causa. Al verlo caigo desvanecido, y luego el lento aprendizaje del día, de la luz que no sirve para iluminar algo que valga la pena me mata y me hace esperar la noche que tampoco llega y que tampoco recuerdo. ¿Qué es la noche? ¿Cómo es su faz? Caigo desvanecido cuando llega y advierto que no oculta nada en su oscuridad, ni un tesoro. A veces cuando llueve y no me preocupan ni la oscuridad ni la luz, algo que descansa más que el sueño me ocurre, me deslizo sobre el barro a una velocidad increíble, mi piel se desgarra y caigo al pie de las montañas como una piedra, con las mandíbulas cerradas, cubierto de barro y escarcha. Cuando me volvía para mirar hacia atrás a veces me faltaba una oreja, otras veces una pata o la cola, otras veces la lengua que es tan necesaria. No me lo confesaba a mí mismo. Me daba vergüenza. Me preocupaba. Tardé en darme cuenta de lo que ocurría: soy un sueño, estoy en el sueño de alguien, de un ser humano. Busqué a la persona que soñaba conmigo: era una niña dormida. De un zarpazo la maté, jugué con ella, con su vestido bordado y sus trenzas largas, atadas con nueve cintas rojas. La escondí en un lugar del bosque sobre las altas matas de pasto porque no tenía hambre. Cuando volví a buscarla ya no estaba. Mirando la luna aullé toda la noche esperando que algo me la devolviera. Sobre la tierra quedaba su olor y el gusto de su sangre. Los pájaros se burlan de mí y las hembras de mi estirpe me fastidian siguiéndome a todas horas, queriendo adivinar un secreto que no pueden comprender. Pude morir en un incendio, pero atravesé las llamas como las piedras, apenas chamuscado; pude morir despeñándome por una montaña, pero llegué al fondo de un precipicio sin una herida para relamer; pude morir en un pueblo donde entré para devorar a un hombre, pero huí entre los balazos como en los días de tormenta bajo el granizo.
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Los días son monótonos, sin peligro. ¡Por qué no devoré a esa niña que soñaba conmigo! Hubiera cumplido con un deber de tigre; ya que soy inmortal, por lo menos quisiera tener una conciencia pura.
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Silvina Ocampo
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