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Servía yo, hace ocho años, el curato de Lurin, y fui llamado para administrar los sacramentos a una joven que se moría de tisis. Trajéronla de Lima en la esperanza de curarla; pero aquella enfermedad inexorable seguía su fatal curso, y se la llevaba.
¡Un ángel de candor, bondad y resignación! Alejábase de la vida con ánimo sereno, deplorando únicamente el dolor de los que lloran en torno suyo.
Mas en aquella alma inmaculada había un punto negro: un resentimiento.
-Pero, hija mía, es necesario arrojar del corazón todo lo que pueda desagradar al Dios que va a recibiros en su seno: es preciso perdonar -la dije.
-Padre, lo he perdonado ya- respondió la moribunda-, es mi hermano y mi amor fraternal nunca se ha desmentido. ¡Mas, en nombre del cielo, no me impongáis su presencia, porque me daría la muerte!
-Ese mal efecto se llama rencor -la dije, con severidad- y yo, que recibo vuestra confesión, yo ministro de Dios, os ordeno en su nombre que llaméis a vuestro hermano y le deis el ósculo de perdón.
-Hágase la voluntad de Dios -murmuró la joven, inclinando su pálida frente. Y yo, haciendo montar a caballo a un hombre de la familia lo envié inmediatamente a Lima.
La enferma fue una brillante joya del gran mundo; codiciada por su belleza y sus virtudes. Mas, ella, que recibió siempre indiferente los homenajes de los numerosos pretendientes que aspiraban a su mano, fijose al fin, en un joven militar, valiente, buen mozo y estimable; pero que por desgracia se concitara la enemistad del hermano de su novia en una cuestión política. Nada hay tan acerbo como un odio de partido; y si el oficial sacrificó el suyo al cariño de la hermana de su enemigo, este prohibió a aquella recibir al militar, sublevó contra él a la familia, y rompió la unión deseada.
El joven oficial, desesperado, se suicidó; la pobre niña se moría, y el hermano entregado a profundos remordimientos, deploraba amargamente la fatal locura que lo arrastró a causar tantos desastres.
En tanto que mi enviado marchaba a Lima, la enferma entró en delirio.
-No vengas, Eduardo -decía con fatigoso acento-, quiero morir en paz; y tu presencia, tu voz, la voz que condenó a Enrique, me impedirían perdonarte.
He ahí que viene -continuó, con terror-. ¡Asesino de Enrique, aléjate, huye, o te doy mi maldición!...
Esta exclamación fue acompañada de un grito que atrajo en torno del lecho a la familia
-¿Qué tienes Rosalía? ¿Rosalía qué sientes? -le preguntaban.
-¡Socorro! -exclamó la enferma- ¡socorro para Eduardo, cuyo caballo espantado de mi sudario acaba de arrojarlo a tierra donde yace sin sentido!
-¡Está delirando! -dijeron los suyos- ¡y no podrá recibir los sacramentos!
No de allí a mucho, mi enviado llegó solo.
-¿Y Eduardo?
-El caballo que montaba, espantado al atravesar un grupo de sauces a la entrada de las primeras huertas del pueblo, se ha encabritado arrojándolo contra una tapia. Lo ha dejado sin sentido, y vengo en busca de auxilio para volverlo en sí y traerlo.
Trajeron en efecto a Eduardo, repuesto ya de su caída.
A su vista el delirio se desvaneció en la mente de la enferma, que reconociendo a su hermano, le tendió los brazos, y los restos de su resentimiento se fundieron entre las lágrimas y los besos fraternales. Recostada en el pecho de su hermano recibió los sacramentos y en sus brazos exhaló el último suspiro.
Las jóvenes lloraban escuchando el triste relato del canónigo.
-¡Válgame Dios! -exclamó una señora- y qué fuerte olor de sacristía han esparcido en nuestro ánimo estas historias de clérigos. Será preciso para neutralizar el incienso, saturarlo con esencia de rosas. Y pues que de coincidencias se trata allá va una de tantas.
-Hable el siglo -repuso el vicario con un guiño picaresco.
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Juana Manuela Gorriti
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