miércoles, 9 de marzo de 2011

El nido de jilgueros

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Eran días negros para España.
Los carros de la invasión se guarecían a la sombra de los palacios de Carlos V y Felipe II, y cruzaban por las carreteras tropas sombrías de soldados extranjeros, levantando nubes de polvo que se cernían pesadamente, y se alzaban, condensándose, como para formar la lápida de un sepulcro sobre el cadáver de un héroe.

El extranjero iba dominando por todas partes; su triunfo se celebraba como seguro. El pueblo dormía el sueño de la enfermedad; pero un día el león rugió, sacudiendo la melena, y comenzó la lucha gloriosa. España caminaba sangrando, con su bandera hecha jirones por la metralla de los franceses, por ese doloroso vía crucis que debía terminar en el Tabor y no en el Calvario.
Prodigios de astucia y de valor hacían los guerrilleros, y los días se contaban por los combates y por los triunfos, por los sacrificios y los dolores.

El ruido de la guerra no había penetrado, sin embargo, hasta la pobre aldea en donde vivía la tía Jacoba con sus tres hijos, Juan, Antonio y Salvador, robustos mocetones y honrados trabajadores.

La tía Jacoba había tenido otro hijo también, que murió, dejando a la viuda con tres pequeñuelos, sin amparo y sin bienes de fortuna.
Recogiólos la tía Jacoba, y todos juntos vivían tranquilos, porque la abuela tenía lo suficiente para no necesitar del trabajo personal de las mujeres ni de los niños.
Pero la tía Jacoba era una mujer de gran corazón y de gran inteligencia, y sin haber concurrido a la escuela, ni haber cultivado el trato de personas instruidas, sabía leer, y leía y procuraba siempre adquirir noticias de los acontecimientos de la guerra y de la marcha que llevaban los negocios públicos, entonces de tanta importancia.
Y no por dejar de manifestarlo dejaba de estar profundamente triste; pero no quería turbar la tranquilidad de los que la rodeaban, comprendiendo que muchas veces la ignorancia es un elemento de felicidad.


Un día los niños cogieron un nido de jilgueros, y con una alegría indescriptible llegaron a la casa, encendidos y sudorosos, cuidando a los pajaritos como una madre puede cuidar a sus hijos; y arrebatándose la palabra y pudiendo apenas seguir el hilo de la relación, contaron a la abuelita, que tomaba el sol a la puerta de la casa, cómo había sido el hallazgo, y las peripecias de la aventura para alcanzar el nido, y con gran admiración agregaban que, por todo el camino, los padres de los pajaritos habían llegado tras ellos hasta la casa, volando de rama en rama y piando lastimosamente.
—Míralos, abuelita —dijo uno de los chicos mostrando un bardal cercano, sobre el que se habían posado los jilgueros.
—Estos pajaritos —dijo la abuela— quieren mucho a sus hijos y no los abandonan; ponedlos en una jaula, en un lugar en dónde la madre pueda acercarse, y veréis cómo todos los días vienen a darles de comer.
Contentísimos los chicos, siguieron el consejo, y ya conocían a la madre, y se retiraban prudentemente, para no espantarla, cada vez que la veían revolotear encima de la casa para traer el alimento a sus polluelos.


Se pasaron así más de quince días; los pajaritos estaban perfectamente emplumados, comenzaban a sacudir las alas, como queriendo volar, y ya buscaban con afán un lugar por donde escaparse de la prisión.
La madre no les abandonaba, y todos los días también lo primero que hacían los niños era ir a visitar la jaula, comentando a su modo los progresos de los pequeños y la constancia de la madre.

Una mañana la tía Jacoba oyó que los niños la llamaban con voces tan lastimeras, que no sólo ella, sino toda la familia, acudió precipitadamente adonde estaban los chicos, que llorosos rodeaban la jaula dentro de la cual estaban muertos los tres pajaritos.
—Abuela —dijo uno de los chicos, sollozando—, esto es que nos los han matado.
—No, hijos; que os explique Juan cómo han sido estas muertes.
Juan, orgulloso de aparecer como maestro, se irguió: los niños y las mujeres clavaron su mirada en él como esperando que les descubriera un gran secreto; y él, después de rascarse la cabeza por detrás de la oreja, dijo solemnemente:
—Pus vosotros no sabéis que la madre les trae de comer hasta que crecen y que puedan escaparse; pero como que no pueden escaparse porque están en la jaula, aunque ya puedan volar; como ella ve que no pueden escaparse aunque pueden volar, les trae entre la comida un veneno que ella conoce para que se mueran, mejor que no que se queden cautivos; y por eso.
Los niños volvían con asombro sus miradas a la tía Jacoba.
—Es verdad —dijo ella, mirando intencionalmente a sus tres hijos—; es verdad: esas madres prefieren ver muertos a sus hijos antes de verlos esclavos; y si todas las madres en España pensaran así, y si los hijos lo hubieran comprendido, hoy ya no estarían los franceses en nuestra tierra, o hubiera muchos cobardes de menos.
Los tres jóvenes bajaron los ojos con los rostros encendidos de vergüenza.


Poco tiempo después comenzó a hablar la gente de una nueva partida que hacía sin descanso la guerra al invasor.


Aquella partida la habían levantado los hijos de la tía Jacoba.
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Vicente Riva Palacio
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VIVIR ES EL ARTE DE ATRAVESAR ESPERANZAS. -R.M.J.