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Las cosas dispares suelen tener a veces una estrecha, una íntima relación. Por ejemplo, ¿a quién se le habría ocurrido pensar que el termómetro tuviera algo que ver con el transporte? ¿Qué fuera a darle una mano, a sacarlo del pantano?
Uno no es nadie, pero, claro, tiene que viajar. Y mira, observa, y sin quererlo, se da cuenta. Se da cuenta de que el frío -que se mide con el termómetro- saca del pantano a la gente que tiene que andar de un lado a otro en la ciudad en busca del peso.
Porque estas mañanas de baja temperatura de tornillo, como se dice académicamente, han servido para demostrar que el problema del transporte debería ser, en realidad, menos grave de lo que es por obra de ciertos hábitos que la gente no se resigna a abandonar.
Porque cuando el tipo tiene que salir a la calle impulsado por la necesidad, para volver al cabo de algunas horas con los pesos que han de parar la olla, no le hace asco al frío, ni a la lluvia, ni al calor ni a lo que venga. Porque la obligación de llenar las bocas de los suyos y la propia está por arriba de cualquier fenómeno meteorológico. Y el tipo deja entonces el dulce -y cálido lecho con menos de un grado de temperatura- se viste como puede -las manos se le agarrotan- se lava a regañadientes -porque el agua quema de helada- y se lanza a la conquista suprema del mango.
Y entonces, ya en la rúa, advierte que los tranvías van semivacíos, que los colectivos caminan despacio a la pesca de pasajeros, y los ómnibus clarean en el interior, porque la masa es la mitad de otras mañanas. Y advierte, también que las esquinas están desiertas, que ya no hay pequeñas manifestaciones a la espera de vehículos.
Pero ¡Santo Dios! ¿Y todos esos que los demás días trepan hasta el techo? Y esos que atropellan a las mujeres, con tal de subir primero que nadie? Y esos que se atrancan en el pasillo y no dejan pasar a los que descienden?
¡Ah!
Esos se quedaron en la cama. Hace mucho frío ... ¿Para qué levantarse? ¿Qué apuro hay? Ahora que, claro, cuando el solcito calienta, es lindo madrugar, andar por la ciudad, verlo todo y, si es posible, sentarse junto a la ventanilla para balconear con los otros, los que aguardan, luchan como en el catch para trepar al tranvía, al ómnibus, al colectivo, para poder llegar a hora al trabajo. Y eso divierte...
Pero llegó el frío felizmente. El santo frío. Cómo, otras mañanas, llega la lluvia. Y aunque la Corporación se muera de rabia, se puede viajar. Se puede llegar temprano a la oficina y al taller. No hay que dar explicaciones, entonces. Que llegué tarde porque no se puede tomar nada, señor...
Y el tipo goza, entonces. Cuando le dicen por radio o lee el diario de que la temperatura anduvo cuerpeándole a la rayita del bajo cero, ensaya una sonrisa, saca un cigarrillo, lo paladea, estira las piernas y, por primera vez en mucho tiempo, siente el placer. Porque evoca esa mañana, ese asiento que eligió a gusto, que bajó sin pedir permiso a nadie, sin perder un sólo botón, los zapatos bien lustrados y el sombrero indemne.
Entonces se le ocurre pensar en la revolución del tiempo. Para qué existirá la primavera, el otoño, el verano? O, mejor, por qué no será posible vivir en la Antártida?
Y es cuando, desesperadamente, envidia a los esquimales.
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Wimpi
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