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Era el 27 de abril, uno de los últimos de la temporada de Chorrillos. Nunca la villa de los palacios había tenido tantos huéspedes: nunca su delicioso baño estuvo tan concurrido.
Felices y desgraciados, todos gozan en ese lugar bendito, a donde nos lleva siempre una esperanza: esperanza de dicha, esperanza de alivio; pero siempre la esperanza, esa única felicidad verdadera.
La vida que se tiene en Chorrillos es fantástica como un cuento de hadas. El individuo se centuplica, porque está a la vez en todas partes: en el malecón, en el baño, en la plaza, en el hotel, en el templo. Se caza, se pesca, se organizan brillantes partidas de campo en los oasis del contorno. Las niñas cantan, bailan, ríen, triscan; las madres se extasían con esos cantos, con esas danzas, esos juegos, esas risas, mientras que sentadas en cuarto alrededor de una mesa, se entregan a las variadas combinaciones del rocambor.
Yo misma, con una mortal amenaza suspendida sobre el corazón y agonizando en el alma la esperanza, tenía, ese día, las cartas en la mano y decía:
-¡Juego!
-¡Más!
-¡Bien!
-Solo de espadas: esplendente, imperdible.
-Un momento -dijo de pronto el cesante asentando la baceta- que esta mano sea un oráculo. La escuadra española se aproxima; va a atacarnos. ¿De quién será la victoria? ¡España! ¡Chile! ¡Perú! -dijo señalándonos al jugador, a mi compañero y a mí.
-Roba tú -me dijo este, en vez del van sacramental-; yo tengo miedo a las espadas.
-Yo las amo. Son las armas de mi familia... Pero ¡ay! ¡aquellos que las llevan han caído todos, unos por la mano de Dios, otros por la de los hombres!
¡Y robé!
Robé la espada, dos chicos, y tres caballos; con los que di al esplendente solo, un esplendente codillo.
-¡Viva el Perú! -clamamos todos los gananciosos.
El del solo, aunque peruano y ardiente patriota, guardó silencio. Tan cierto es que el amor propio se sienta sobre todos los amores.
En ese momento sonó a lo lejos la detonación de un cañonazo, repetido tres veces por el eco de los cerros.
-Ese cañón no es ni del castillo ni de la bahía: es de afuera -dijo el derrotado jugador, que como viejo marino, entendía de ello.
Y añadió levantándose y tomando su sombrero:
-Señores, órdenes para el Callao.
La escuadra española ha llegado.
En efecto, pocos instantes después, dos, diez, veinte personas vinieron a darnos el mismo aviso que acababa de traer un tren extraordinario.
Imposible sería escribir el mágico efecto que produjo esta noticia, cayendo de repente sobre aquel nido de molicie. Dos horcas después, los hombres, jóvenes, viejos y niños, habían desaparecido y se hallaban en el Callao, pidiendo sitio en las baterías. Las madres desoladas corrían en pos de sus hijos, para abrazarlos todavía antes del combate, y las niñas, palpitantes a la vez de zozobra y de entusiasmo, se apresuraban a llegar a Lima, ansiosas de ver a sus novios con el brillante uniforme de bomberos.
En fin, al anochecer de ese día, Chorrillos estaba solitario, y por sus calles desiertas vagaban solo cuadrillas de perros, disputándose los restos de los interrumpidos festines.
Lima era ahora el foco de una inmensa agitación.
En los colegios y en los conventos se limpiaba, y forjaban armas; los salones se habían convertido en boticas, donde las manos más bellas preparaban hilas y remedios, mientras otras formaban cucardas para los combatientes.
El Ministerio de la guerra estaba sitiado por una multitud de individuos que solicitaban boletos de pasaje para las baterías del Callao; y los trenes que partían cada media hora, no bastaban a la muchedumbre de voluntarios, que se precipitaban apiñándose en los vagones.
Entre ellos presentose un anciano, llevando consigo una hoja de servicios que acreditaban una edad de 108 años y su presencia y cooperación en las principales batallas de la independencia.
El coronel Espinosa escribió de su puño esa boleta, recomendando en ella al benemérito soldado con expresiones propias de aquel entusiasta y noble corazón.
Entretanto, el plazo señalado en la intimación de Méndez Núñez tocó a su término, y el anhelado 1.º de mayo envió su luz.
El alba encontró a Lima entera de pie y rebulléndose en todos sentidos.
Unos se dirigían a las alturas, otros a los templos; los más a la estación del Callao.
Yo seguía el impulso de este mar de vivientes, protegida por la estela de mi cuñado que, venido en comisión, regresaba a su batería. Una oleada de pueblo nos separó.
Por dicha divisé el grupo de sombreros blancos de las hermanas de caridad, con quienes debía ir al Callao; me reuní a ellas, y ocupamos solas un vagón, entre los bomberos franceses y los italianos.
Las brillantes cimeras de los unos recordaban los compañeros de Godofredo; el perfil académico de los otros a los de César.
En el momento de partir, una bella joven se asió a la portezuela de nuestro vagón, suplicando con voz angustiosa que le dieran un asiento.
Las hermanas se compadecieron de ella y la hicieron entrar. Era la esposa del capitán Salcedo3 que mandaba un cañón en la torre de la Merced.
La pobre niña iba cargada de dulces y fiambres para regalar a su marido, y su gracioso rostro brilló de contento al tomar asiento a nuestro lado.
En fin, la campana toca los seis tañidos de marcha. Una aclamación inmensa ahogó el silbido del pito, y el pesado equipaje se deslizó majestuoso entre dos muros compactos de los que nos saludaban con gozo y envidia.
Y el camino huía detrás de nosotros, con las casas y los huertos; y Baquíjano con su cementerio pasaron como una visión; y el Callao con su bahía, y mas allá, la escuadra enemiga, nos aparecieron acercándose con pasmosa rapidez; y a su vista una prolongada aclamación partió del largo convoy.
De súbito el tren queda inmóvil en frente de Bellavista.
-¿Qué sucede?
-Bajemos -respondió con voz breve la superiora de Santa Ana.
-Pues qué ¿no vamos a servir al hospital de sangre en el Callao?
-El hospital de sangre está aquí. Sería peligroso para los heridos ser asistidos en un lugar barrido por la metralla y amenazado de incendio.
Y la buena religiosa que debía ser entendida en el asunto, pues se encontró en la toma de Sebastopol, atravesó con las otras hermanas el polvoroso médano que nos separaba de las primeras casas del pueblo.
Yo las seguí silenciosa y triste. ¿Por qué? ¿no iba a asistir a los heridos? ¿qué importaba que fuera en el Callao o allí?
¡Ah! quizá en el fondo del alma, donde se ocultan los sentimientos que no queremos confesar ni a nosotros mismos, esperaba que una bala benéfica me librara de la horrible desgracia que veía en lontananza.
Perdóneseme en gracia de que escribo mis impresiones, esta dolorosa reminiscencia del corazón, mezclada a los gloriosos hechos de ese gran día.
Tomada posesión del hospital, la superiora me destinó a ayudar a la hermana boticaria en la confección de vendas y apósitos. Arreglamos para ello un gran salón pavimentado con madera, y nos entregamos a esa triste ocupación no sin dolorosas reflexiones, que la una ocultaba obedeciendo a la regla, la otra al largo hábito de sufrir.
No de allí a mucho llegó un gran refuerzo de colaboradoras. Las señoritas B... y Hortensia, la linda hija del malogrado artista D... se presentaron en nuestra improvisada oficina, y apoderándose de telas y ungüentos, en un momento dieron cima a la obra, dejando alineados tendales de emplastos, de vendas y de compresas.
Preparados los socorros de la ciencia, la hermana, boticaria pensó en los del cielo. Fue a buscar una caja de medallas de la Virgen y me ordenó enlazarlas, para ser repartidas entre los combatientes.
Entregada estaba a esa ocupación, cuando los bomberos de Lima, que con los otros dos cuerpos habían estado en ejercicio, invadieron el salón, señalado por error para alojarlos.
Aunque admirados de encontrar en su vivac aquella mezcla de pócimas de monjas y seglares, no se desconcertaron por ello. Echaron abajo sus sacos de noche, de donde en vez de sábanas comenzaron a salir pollos, jamones y toda suerte de fiambres, acompañados de ricos frascos de bohemia llenos de un Italia de Palpa, más rico todavía. Y aquellos apuestos jóvenes, la flor de Lima, se dieron a contentar su apetito de veinte años, sazonando aquel almuerzo con entusiastas brindis, en los que revelaban el propósito, llevado a cabo por muchos: de tomar doble acción en el combate; como bomberos y soldados.
Acabado el desayuno, volvieron a pedir el sagrado talismán, que recibieron doblada la rodilla y guardando, un recogimiento que contrastaba singularmente con su bulliciosa alegría.
Después de ellos llegaron muchos otros, artilleros y paisanos, al servicio de las baterías, que de paso a sus puestos, recordando las tradiciones de la cuna, querían llevar consigo esa prenda de su fe.
Entretanto, el día declinaba y la escuadra española yacía inmóvil y silenciosa, con gran impaciencia de nuestros defensores, que ansiaban el momento de enviar mortales andanadas a los incendiarios de Valparaíso.
Sin embargo, la jornada pasó en la enojosa inacción de la expectativa.
En fin, al acabar una noche que a todos pareció eterna, un rumor extraño, semejante al que haría el mar saliendo de su profunda cuenca, se dejó oír, primero lejano, confuso, zumbante, atronador.
Era un pueblo inmenso, que afluía de todas partes y se precipitaba en oleadas, llenando el espacio que media entre Bellavista y el Callao; que se apoderaba de las alturas, y enarbolando estandartes atronaba el aire con belicosas aclamaciones.
La brisa del alba, disipando los vapores de la noche, descubrió la bahía, que presentaba un espectáculo imponente.
Las naves españolas con sus flámulas y gallardetes al aire y arriba su gente habían tomado posición delante del puerto, impasibles a los movimientos provocativos de atrevidos buquecillos.
Los buques extranjeros, abandonando su fondeadero y agrupados a distancia guardaban la actitud de testigos en aquel formidable duelo.
Nubes blancas interceptaban a trechos el azul del cielo, y sus sombras débiles daban a aquel cuadro un aspecto fantástico.
Era ya la mitad del día, y la ansiedad había llegado a su colmo. Techos, paredones, huacas, todo estaba lleno de espectadores, que, en diversas actitudes, tenían la vista fija en un mismo punto. El campanario del pueblo era el mejor sitio de observación. A favor de un larga-vista colocado allí se veía perfectamente todo lo que pasaba a bordo de los buques españoles.
De repente, el flanco de la Numancia arrojó una llamarada seguida de un trueno. La batería de Santa Rosa envió al momento igual respuesta; y una bomba de hierro, rasando el agua, fue a hundirse en su seno, rompiendo la coraza de acero que la cubría.
El combate se empeñó entonces, crudo, terrible. Las granadas se elevaron en todas direcciones: describiendo humeantes parábolas, venían a caer sobre la muchedumbre, que lejos de huir se arrojaba sobre ellas y las desarmaba.
-En nombre del cielo, señoras, bajen ustedes de esa torre -exclamaba el gobernador.
Los enemigos tienen cañones de mucho alcance, y puede llegarles una bala.
-Envíenos usted más bien la bandera de la gobernación para hacerla flamear en esta altura y que nos miren los godos -respondió la señorita Juana B.
Una salva de aclamaciones estalló en ese momento, ahogando el ruido del combate.
¡Qué la motivaba!
Una de las naves españolas, yacía de costado y mojaba sus mástiles en el agua. Vino otra a ocupar su lugar y el fuego continuó de una y de otra parte nutrido y mortífero.
En lo más encarnizado de la lucha viose de repente surgir un hombre pegado al asta de una bandera de las baterías, arrollada por el viento, elevarse con la agilidad de un acróbata, llegar a lo alto, dar al aire el pabellón nacional, y descender lentamente, desafiando las balas que llovían sobre él.
Habríamos dado un mundo por reconocerlo, pero el alcance del larga-vista no llegaba a tanto.
Sin embargo permitíanos ver los enormes boquetes abiertos por nuestras balas en las naves enemigas, y el estrago y la consternación derramados en su gente. Cada andanada de nuestras baterías, rebotando en la superficie del agua, les llevaba la muerte envuelta en dos elementos. ¡Ah! sin el funesto acontecimiento que arrebató al ilustre Gálvez, y con él a tantos valientes privándonos de la única batería que podía llenar este nombre, ninguno de esos fanfarrones incendiarios de ciudades inermes habría vuelto a su península para aumentar el oprobio de su derrota con los honores del triunfo.
-Señoras, los heridos llegan: es hora de ir al hospital -gritaron de abajo muchos que anhelaban aquel puesto.
Al llegar a la primera sala, donde estaban ya acostando a los heridos, para hacerles la primera cura, sentimos una extraña detonación que hizo temblar la tierra y rompió los vidrios de algunas ventanas.
El mismo siniestro pensamiento atravesó la mente de todos; pero nadie tuvo valor de comunicarlo.
Sin embargo, muy luego palpamos la fatal evidencia; aquella hermosa batería de donde Gálvez dirigía el combate, había volado, sembrando en torno los mutilados cuerpos de sus defensores. Vímoslos llegar conducidos por el pueblo, que en esta ocasión se excedió a sí mismo en valor y abnegación.
Cada una de nosotras temía encontrar a los suyos en aquellas formas desfiguradas por el polvo, el fuego y la sangre.
Las salas del hospital ocupadas por los enfermos traídos el día anterior del Callao no bastaron pana recibir a los heridos, y se resolvió organizar otro en el cementerio de Baquíjano.
Allí nos enviaron con tres hermanas que instalaron a los heridos en el hospital y las viviendas de la Capellanía.
A pesar de nuestro ardiente deseo de hacerlo todo para aquellos desdichados, la actividad de las hermanas de caridad nos usurpaba la mayor parte de nuestra tarea con gran pesar nuestro. La bella Jacinta B., los ojos llenos de la lágrimas y sus blancas manos manchadas de sangre, corría a recibir los moribundos, los reclinaba en su seno, mojaba sus labios con bebidas refrigerantes y les dirigía palabras de consuelo.
Un jinete montado en caballo blanco, se abrió paso entre la multitud. Traía consigo dos heridos: uno en brazos, otro a la grupa.
Recostado sobre su espalda, el moribundo había empapado en sangre los hombros los vestidos y hasta los bigotes canos de su conductor.
Este dejó a uno en los muchos brazos que se alargaron para recibirlo; se inclinó hasta el suelo para que tomaran el otro sin causarle daño, y partió a carrera tendida, volviendo muchas veces con la misma carga.
Sin embargo, en cada uno de esos viajes atravesaba de sur a norte la línea de baterías, con los espacios desabrigados que lo separaban, barridas a cada minuto por huracanes de metralla. Pero ¿qué mucho, si ese hombre se llamaba Alvarado Ortiz?
Entretanto las detonaciones del cañón empezaban a ser menos frecuentes, sucediendo a ellas una tempestad de aclamaciones, que se elevaba, extendiendose desde el Callao hasta las torres de Lima, a vista de la derrotada escuadra, que, mohína, maltrecha y acosada por los brutales adioses del Victoria, del Loa y del Tumbes se retiraba al fondeadero, que no debía abandonar sino para ir a ocultar su vergüenza en las lejanas aguas de Filipinas.
La noche había oscurecido, y al gozo del triunfo comenzaban a mezclarse mortales inquietudes, los gemidos de los moribundos nos recordaron con terror los deudos y amigos que habían ido al combate, y que a esta hora se hallarían quizá tendidos en tierra, muertos o expirando sin socorro alguno.
-¡Al Callao! ¡al Callao! -clamaron muchas voces. Y una larga caravana de mujeres partió de Baquíjano.
Caminábamos, costeando la banda derecha del camino, para evitar el choque de los grupos de gente que lo llenaban, yendo y viniendo, envueltos en la sombra, corriendo, llamando, interrogando y prorrumpiendo en gritos de alegría o de dolor.
-¿Guillermo? -exclamaba una voz.
-¿Mamá?
-¡Hijo del alma! ¡Bendito seas, Dios mío, que me lo devuelves!
Y besos mezclados de sollozos resonaron en las tinieblas.
-¡Cómo! ¡este niño, que no tendrá aun doce años, estaba en las baterías! ¿quién tuvo la crueldad de enviarlo allí?
-Soy, por dicha, alumno del colegio militar, es decir que, aunque escalando los muros del establecimiento, me presenté al combate en corporación.
¡Mas luego nos diseminamos en diferentes baterías! Yo elegí la de Chacabuco.
-Entonces ¿conoció usted al joven Abel Galíndez?
-Murió en la explosión de la torre de la Merced.
-¡¡Abel!! ¡¡hermano mío!!... -un grito terminó esta dolorosa exclamación.
La negra silueta de un jinete que pasó a nuestro lado fue por todas nosotras reconocida.
-¡Felipe!
-¡Felipe!
-¡Felipe!
-¡Presente! ¿Qué me quiere esta procesión de fantasmas?... ¡Ah!... señoras mías, ¿cómo imaginar que esos delicados pies transitarán por estos andurriales?
-¡Noticias! ¡noticias! ¡noticias!
-¿Qué es de mi hijo? ¿lo ha visto usted, Felipe?
-Ha combatido como un diablo en la batería de Chacabuco. Acabo de hablar con él.
-¿Y mi hermano? Entre los muertos oí un nombre que es el suyo.
-Está con el general La-Cotera. Esto importa decir que ha ganado mucha gloria.
-Y mi padre, Felipe, ¿mi padre?
-Valiente como en Ayacucho, como en Junín y como siempre.
-¿Y mi marido? ¡por Dios hábleme usted de mi marido!
-¡Ay! compadézcalo usted...
-¡Dios mío! ¡ha muerto!
-Peor que eso, amiga querida... ¡No le fue dado tomar parte en el combate! ¡Ah! no pueden ustedes calcular cuánto dolor encerrará para siempre esta frase: no pudo asistir al combate del 2 de mayo.
¡Sí! porque desde el primero al último, todos los que han tenido acción en esta jornada han conquistado una gloria inmortal. ¿Van ustedes al Callao? Pues ahora verán qué fortificaciones defendían a los que hoy han alcanzado tan esplendido triunfo.
Algunos sacos de tierra fueron el único material empleado en la construcción de esas baterías, que hoy han destrozado y hecho huir a una escuadra entera.
Y usted, Felipe ¿qué rol ha tenido en los episodios de este hermoso día?
-El mejor que podía desear: he estado en todas partes, como ayudante, llevando órdenes a las baterías. En la de Ayacucho vi al anciano coronel Barrenechea, subido sobre un cañón, descubierto el cuerpo y hecho blanco de las balas enemigas, precisando las punterías con la agilidad y el arrojo de los veinte años.
Al pasar delante de la puerta del castillo, una bomba pasó por encima de mí, colocándose dentro, estalló sobre la cabeza del centinela, que impasible echó el arma al hombro, exclamando con voz vibrante: ¡Viva el Perú!.
En ese momento una detonación espantosa estremeció la tierra: y una columna de humo mezclada de extraños objetos se elevó en los aires. Era la torre de la Merced que desaparecía, arrebatando a los héroes que la defendían.
Cuando llegué, al sitio de la catástrofe, encontré en él al coronel Espinosa. El viejo soldado de los Andes, inclinado sobre los escombros, ocupábase en recoger los carbonizados restos de las víctimas, sin cuidarse de las balas que caían en torno. Su alta estatura, su ceño adusto, sus pobladas cejas, sus bigotes humeantes, y aquellos ojos de águila, le daban un aspecto sobremanera imponente. ¿Halló al amigo que buscaba? Lo ignoro. La vorágine de fuego que vi elevarse en el aire fue horrible, y debió devorarlo todo.
Sin embargo, vi la mano fraternal de un compatriota desenterrar a dos valientes colombianos sepultados en aquellas abrasadas ruinas.
Recordé entonces que aquella mañana vi llegar a dos heridos saludados con entusiasmo por los espectadores, que repetían los nombres de Ucros y Zuviría.
Recordé también que al lado de la camilla que conducía a uno de ellos: marchaba un joven que no quería separarse de él.
Pensando y platicando así, habíamos llegado a las primeras casas del Callao.
Felipe nos dejó para tornar a Lima; y nosotras nos empeñamos en aquellas calles, que conservaban todavía el olor de la pólvora.
Llenábalas un ruido tumultuoso que nos atemorizó.
Era el gozo de triunfo que tanto se parece al furor.
Quien nos vio aquel día tan valientes, desafiando las bombas rellenas de metralla, no habría podido reconocernos a esa hora, silenciosas, palpitantes, asidas de las manos, temblando como la hoja en el árbol.
Una de nosotras tropezó de repente con un objeto blando, pero resistente. ¡Era un muerto!
A esa vista, la banda volvió caras y echó a correr. Una sola prosiguió su camino y se internó en la ciudad, cruzada solo por patrullas o pandillas de ebrios. Era aquella que iba en busca de su hijo. ¡Amor de madre! ¡Amor de madre! ¡tú has de sobrevivir a las ruinas del mundo!
Llegamos a Baquíjano, muy persuadidas de que solo servíamos para barchilones, y para comadrear nimiedades en los divanes de un salón.
Dividímonos en dos partes: una se quedó en Baquíjano para servir a los heridos que aun quedaban en Bellavista, la otra regresó a Lima.
Las calles desde San Jacinto hasta la Estación estaban siempre, como el día anterior llenas de pueblo, que victoreaba, ebrio de toda suerte de embriaguez. Pero entre ese pueblo estaban mezcladas las más distinguidas señoras de Lima, llevando consigo lujosas camillas para llevarse a los heridos, cuyo cuidado se disputaban con celo fraternal y santo.
Presencié una de esas escenas que tuvo lugar en la Estación.
-Señora, voy a llevar conmigo este herido.
-Señora, eso no puede ser, pues ya lo he trasladado a esta cama.
-Si usted lo permite en ella me lo llevaré.
-¿Con qué derecho?
-Soy su hermana.
-¡Oh! ¡qué lástima! Vamos a buscar otro que sea solo en el mundo.
Pero, ¡ay! vosotros que habéis visto esas bellas manifestaciones del patriotismo que anima el alma de estas hermosas hijas de la benevolencia, guardad vuestra admiración para otras más meritorias. Id a ver las ahora en la mortal epidemia que está diezmando al pueblo, id a verlas, desafiando al contagio, arrodilladas a la cabecera de los enfermos en la miserable morada del pobre, donde su abnegación ha de quedar ignorada; contempladlas allí, y postraos y adoradlas.
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Juana Manuela Gorriti
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