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Gerardo: qué tal? Estoy en México, distrito federal, o mejor dicho DF, para evitar la rima en prosa, algo que, según recuerdo, figura entre tus alergias de lector. Hace quince días que llegué y tal vez me quede (ya te indicaré más adelante el porqué de esa inseguridad) quince días más. Como siempre que me sumerjo en esta combinación de historia precolombina y contaminación poshispana, ya me desmayé en dos ocasiones (una vez fue en la bañera y otra junto a la cama de este simpático hotel de tres estrellas), sin que nadie acudiera a socorrerme, y al cabo de cinco o diez minutos (no llevo conmigo un desmayómetro) resucité sin mayores consecuencias físicas. Y digo físicas, porque cada vez que me desmayo en México (en otros puntos del planeta sólo me desmayé una vez: a la vista del óleo con los zapatos de Cezanne, pero fue de emoción incontrolada), digo que cada vez que me desmayo en México DF, tengo la impresión de que en el alma me sale una verruga. Vos que sos licenciado en psicología tal vez puedas responderme: existen las verrugas virtuales? Ustedes no las llaman así, ya lo sé, sería demasiado comprensible para vuestros inermes pacientes, pero yo, como no-licenciado en psicología, las llamo verrugas y se acabó.
De esta ciudad, en la que uno tiene la impresión de que vive media humanidad y que siempre está cubierta de humo o de bruma o de neblina, me gusta la gente, ufana y desenvuelta, con un enigmático mohín indígena, habituada al inevitable deterioro de sus pulmones y a la comparecencia pretérita y actual (y casi seguramente venidera) de los vecinos del norte que les robaron buena parte de su territorio. Los yanquis son en México la otra contaminación. Los aman y los odian. Es tan raro, che. Tengo aquí amigos entrañables a los que nunca les digo ni les escribo semejantes pelotudeces, acaso injustas. Sé que no escribís a los amigos (y menos aún a los enemigos), me consta que sos un estreñido postal, pero ahora que la humanidad se ha vuelto cibernauta, podrías agenciarte un modesto Windows 95 (todavía no el 98) para hacerme saber, en uso u abuso del e-mail, de tu vida y milagros, de tu tenaz y casi fanática solteronía, de tu siempre actualizada profesión, que tanta atracción ejerce sobre inexpertos catalanes y madrileños. Ya sé que los analistas porteños han copado el mercado peninsular, pero vos te metiste de a poco en ese ruedo casi exclusivo y ya tenés más pacientes (y sobre todo impacientes) que los coleccionados por el viejito Freud en su largo campeonato.
Pero ahora te estampo una consulta en serio, cuya respuesta a distancia confío no genere honorarios, debido 1) a nuestra larga, fecunda y leal amistad, 2) a que los giros bancarios suelen extraviarse, y 3) a que nunca creí demasiado en el psicoanálisis. Carajo, pensarás con toda razón, y entonces para qué me consulta este tilingo?. Bueno, en realidad este tilingo te consulta, no como reputado profesional, sino como amigo del alma, alma que en mi caso es más tacaña que mi esqueleto, pero mucho más sabia. La pregunta es la siguiente: A qué altura de la existencia puede aparecer la obsesión de la muerte? Pavada de pregunta no? Te confieso que nunca tuve ese metejón premortuorio. Siempre me desenvolví como si fuera eterno, es decir inmorible, un neologismo que me parece más adecuado a mi caso. Nunca padecí esa angustia, mejor dicho, nunca hasta hace dos meses, o sea hasta mis 54 años recién cumplidos, cuando detecté un dolorcito estúpido en mi flanco izquierdo, y, por segunda vez en mi vida (la primera fue a los doce años, cuando tuve la tos convulsa) fui atendido por un médico, quien, tras hacerme varios análisis clínicos y ecografías, me volvió a citar en su consultorio, y allí, tras repatingarse como un gorila en un sofá francamente repulsivo y dedicarme una sonrisa odiosa, me espetó, escuetamente y sin anestesia, que el resultado de tantos exámenes era que yo tenía cáncer, y luego, sin darme ni un minuto de tregua, completó su diagnóstico augurándome que en el mejor de los casos me quedaban unos seis meses de roñosa vida. Qué tal, pibe? Por eso me vine a México DF, ansioso por desmayarme por última vez en tierra de Pancho Villa y del subcomandante Marcos.
Ante semejante futuro ignominioso tal vez te sorprenda el tono bienhumorado y hasta jodón de mi misiva, pero no me creas. Es puro teatro. Desde cualquier ángulo que la mires, la muerte es una joda. En el fondo me siento como un escombro finisecular y prematuro. Te diré que lloro promedialmente cinco horas por noche. A veces seis. Mi última confianza es que mi próximo desmayo mexicano no me despierte en esta confortable habitación 904 sino a la vera de San Pedro. Porque sigo convencido de que Dios no existe pero San Pedro sí. A la espera de tu carta de consuelo, aquí va un abrazote casi póstumo de tu amigo de siempre y hasta nunca.
JUAN ANDRÉS.
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Mario Benedetti
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