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Suele merodear, como un perro hambriento, por la calle Roberto Ortiz. Cuando lo veo, lo invito a comer o a almorzar gratis, en mi restaurante. No olvido que fue el dueño del restaurante donde mejor se comía en el barrio de la Recoleta. El pelotón fiel, como de manera afectuosa llamaba a los clientes de la primera hora, nunca lo abandonó. Cada uno de ellos sabía perfectamente que en ningún otro restaurante degustaría manjares tan exquisitos. Con el tiempo, que no perdona, los comensales habituales alcanzaron un estado lamentable. Algo peor: día a día formaban un grupo más reducido, porque a unos antes, a otros después, les llegaba la hora de morir. La gente nueva veía a esos pocos viejos pálidos, ojerosos, desdentados y se decía: La comida aquí debe ser mala para la salud. La prudencia me aconsejaba no volver a poner los pies en este lugar.
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Adolfo Bioy Casares
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