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Me he casado con un descuartizador de aguacates. Ya comprenderán que mi matrimonio es un fracaso. Cuando conocí a mi marido yo tenía diecinueve años. Por entonces estaba convencida de que el día más hermoso en la vida de una muchacha era el día de su boda, y cada vez que veía una novia me ponía a moquear de emoción como una tonta. Ahora tengo cuarenta y tres años y no me divorcio porque me da miedo vivir sola.
Él es un hombre muy bueno. Es decir, no me pega, no se gasta el sueldo en juegos ni apedrea a gatos callejeros. Por lo demás, es de un egoísta insoportable. Viene de la oficina y se tumba en el sofá delante de la tele. Yo también vengo de mi oficina, pero llego a casa dos horas más tarde y cargada como una mula con la compra del hiper. Que me ayudes, le digo. Que ahora voy, responde. Nunca dice que no directamente. Pero yo termino de subir las bolsas y él no ha meneado aún el culo del asiento. Voy a la sala, le grito, le insulto, manoteo en el aire, me rompo una uña. Él ni se inmuta. Entonces me siento en una silla en la cocina y me pongo a llorar. Al ratito, aparece en calcetines. "¿Qué hay de cena?", pregunta con voz inocente. Hago acopio de aire para soltarle una parrafada venenosa, pero él me intercepta con una habilidad nacida de años de práctica: "Ya sé, te voy a preparar una ensalada que te vas a chupar los dedos", exclama con cara de pillín. Esa ensalada de aguacates y nueces y manzana que tanto le gusta. Así que yo me amanso porque soy idiota y, aunque refunfuñando, le ayudo a sacar platos, la fruta, los cuchillos, y le ato a la espalda el delantal mientras él mantiene los brazos pomposamente estirados ante sí como si fuera un cirujano a punto de realizar una operación magistral a corazón abierto.
Entonces él empieza a pelar los aguacates y yo, por hacer algo, lavo y corto la lechuga, pico la cebolla, casco y parto las nueces, convierto las manzanas en pequeños cubitos. Le miro por el rabillo del ojo y él sigue pelando. De modo que saco las patatas, las mondo, las lavo, las corto finitas, que es como a él le gustan; cojo la sartén, echo el aceite, enciendo el fuego, frío primero las patatas bien doradas y luego hago también un par de huevos. El aceite chisporrotea y salta, y como no tengo puesto el delantal, me mancho de grasa la blusa. Le miro: él continúa hipertérrito, manipulando amorosamente su aguacate. Tan torpe, tan lento y tan inútil que más que cortar el fruto se diría que está practicándole una meticulosa autopsia. "Me tienes harta", le gruño. Y él me mira con cara de dignidad ofendida. "¡Y encima no me mires así!", chillo exasperada. Él frunce el ceño y se desanuda el delantal con parsimonia. Después se va a la sala y se deja caer en el sofá, frente al televisor, mientras se chupa el verdín que el aguacate ha dejado en sus dedos. Yo sé que ahora pondré la mesa como todas las noches y cenaremos sin decirnos apenas nada.
Lo más terrible es que, en nuestro fracaso como pareja, apenas si hay batallas de mayor envergadura que estos sórdidos conflictos domésticos. Y no es que me importe mucho hacerme cargo de las labores de la casa. Si hay que hacerlas, se hacen. No, lo que me amarga la vida es su presencia. Porque me encanta cocinar para mis hijas, por ejemplo, aunque, por desgracia, vienen poco a vernos; pero servirle a él me desespera. Será que le odio, no sé. Hay momentos en los que no soporto ni su manera de abrir el periódico.
No siempre fue así. Al principio todo era distinto. Él estudiaba dibujo lineal. Y soñaba con hacerse arquitecto. Quería ser alguien. Es más, yo creía que era alguien. Pero nunca se atrevió a dejar la gestoría. No sé cuándo le perdí la confianza, pero sé que me decepcionó. Y yo, para amar, necesito admirar al que ha de ser mi hombre.
Claro que quizá yo también he cambiado. Antes la vida me parecía un lugar lleno de aventuras, y por las noches, mientras me dormía, la cabeza se me llenaba de imágenes felices. Luego se me pasó la juventud. Llega un día en el que te despiertas y te dices: Así que en esto consistía la vida. Poca cosa.
Le he engañado en dos ocasiones. Con dos compañeros de la oficina. Fue un desastre. Yo buscaba el amor a través de ellos y me temo que ellos sólo me buscaban a mí. Los dos estaban casados. Me sentí ridícula. Entre unos y otros, entre estas cosas y las demás, se me ha agriado el carácter. Yo de joven era muy alegre. Él me lo decía siempre: me encanta tu vitalidad. Y de novios, me llamaba Cascabelito. Ahora que lo pienso, quizá yo también haya sido una decepción: últimamente no hago otra cosa que gruñir, protestar y estar de morros todo el día.
A veces, sin embargo, me despierto de madrugada sin saber dónde estoy. Me rodea la oscuridad, me acosa el vértigo, me encuentro sola e indefensa en la inmensidad de un mundo hostil. Entonces mi brazo tropieza con una espalda suave y cálida. Y el rítmico sonido de una respiración muy conocida cae en mis oídos como un bálsamo. Es él, durmiendo a mi lado; reconozco su olor, su tacto y su tibieza. Poco a poco, las tinieblas dejan de ser tinieblas y la habitación comienza a reconstruirse a mi alrededor. La cotidianidad triunfa una vez más sobre el vacío. Se gira, abraza mi espalda, y medio dormida, contemplo cómo el alba pone una línea de luz sobre el tejado de las casas vecinas.
Y entonces, sólo entonces, me digo: Es mi hombre.
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Rosa Montero
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Me he casado con un descuartizador de aguacates. Ya comprenderán que mi matrimonio es un fracaso. Cuando conocí a mi marido yo tenía diecinueve años. Por entonces estaba convencida de que el día más hermoso en la vida de una muchacha era el día de su boda, y cada vez que veía una novia me ponía a moquear de emoción como una tonta. Ahora tengo cuarenta y tres años y no me divorcio porque me da miedo vivir sola.
Él es un hombre muy bueno. Es decir, no me pega, no se gasta el sueldo en juegos ni apedrea a gatos callejeros. Por lo demás, es de un egoísta insoportable. Viene de la oficina y se tumba en el sofá delante de la tele. Yo también vengo de mi oficina, pero llego a casa dos horas más tarde y cargada como una mula con la compra del hiper. Que me ayudes, le digo. Que ahora voy, responde. Nunca dice que no directamente. Pero yo termino de subir las bolsas y él no ha meneado aún el culo del asiento. Voy a la sala, le grito, le insulto, manoteo en el aire, me rompo una uña. Él ni se inmuta. Entonces me siento en una silla en la cocina y me pongo a llorar. Al ratito, aparece en calcetines. "¿Qué hay de cena?", pregunta con voz inocente. Hago acopio de aire para soltarle una parrafada venenosa, pero él me intercepta con una habilidad nacida de años de práctica: "Ya sé, te voy a preparar una ensalada que te vas a chupar los dedos", exclama con cara de pillín. Esa ensalada de aguacates y nueces y manzana que tanto le gusta. Así que yo me amanso porque soy idiota y, aunque refunfuñando, le ayudo a sacar platos, la fruta, los cuchillos, y le ato a la espalda el delantal mientras él mantiene los brazos pomposamente estirados ante sí como si fuera un cirujano a punto de realizar una operación magistral a corazón abierto.
Entonces él empieza a pelar los aguacates y yo, por hacer algo, lavo y corto la lechuga, pico la cebolla, casco y parto las nueces, convierto las manzanas en pequeños cubitos. Le miro por el rabillo del ojo y él sigue pelando. De modo que saco las patatas, las mondo, las lavo, las corto finitas, que es como a él le gustan; cojo la sartén, echo el aceite, enciendo el fuego, frío primero las patatas bien doradas y luego hago también un par de huevos. El aceite chisporrotea y salta, y como no tengo puesto el delantal, me mancho de grasa la blusa. Le miro: él continúa hipertérrito, manipulando amorosamente su aguacate. Tan torpe, tan lento y tan inútil que más que cortar el fruto se diría que está practicándole una meticulosa autopsia. "Me tienes harta", le gruño. Y él me mira con cara de dignidad ofendida. "¡Y encima no me mires así!", chillo exasperada. Él frunce el ceño y se desanuda el delantal con parsimonia. Después se va a la sala y se deja caer en el sofá, frente al televisor, mientras se chupa el verdín que el aguacate ha dejado en sus dedos. Yo sé que ahora pondré la mesa como todas las noches y cenaremos sin decirnos apenas nada.
Lo más terrible es que, en nuestro fracaso como pareja, apenas si hay batallas de mayor envergadura que estos sórdidos conflictos domésticos. Y no es que me importe mucho hacerme cargo de las labores de la casa. Si hay que hacerlas, se hacen. No, lo que me amarga la vida es su presencia. Porque me encanta cocinar para mis hijas, por ejemplo, aunque, por desgracia, vienen poco a vernos; pero servirle a él me desespera. Será que le odio, no sé. Hay momentos en los que no soporto ni su manera de abrir el periódico.
No siempre fue así. Al principio todo era distinto. Él estudiaba dibujo lineal. Y soñaba con hacerse arquitecto. Quería ser alguien. Es más, yo creía que era alguien. Pero nunca se atrevió a dejar la gestoría. No sé cuándo le perdí la confianza, pero sé que me decepcionó. Y yo, para amar, necesito admirar al que ha de ser mi hombre.
Claro que quizá yo también he cambiado. Antes la vida me parecía un lugar lleno de aventuras, y por las noches, mientras me dormía, la cabeza se me llenaba de imágenes felices. Luego se me pasó la juventud. Llega un día en el que te despiertas y te dices: Así que en esto consistía la vida. Poca cosa.
Le he engañado en dos ocasiones. Con dos compañeros de la oficina. Fue un desastre. Yo buscaba el amor a través de ellos y me temo que ellos sólo me buscaban a mí. Los dos estaban casados. Me sentí ridícula. Entre unos y otros, entre estas cosas y las demás, se me ha agriado el carácter. Yo de joven era muy alegre. Él me lo decía siempre: me encanta tu vitalidad. Y de novios, me llamaba Cascabelito. Ahora que lo pienso, quizá yo también haya sido una decepción: últimamente no hago otra cosa que gruñir, protestar y estar de morros todo el día.
A veces, sin embargo, me despierto de madrugada sin saber dónde estoy. Me rodea la oscuridad, me acosa el vértigo, me encuentro sola e indefensa en la inmensidad de un mundo hostil. Entonces mi brazo tropieza con una espalda suave y cálida. Y el rítmico sonido de una respiración muy conocida cae en mis oídos como un bálsamo. Es él, durmiendo a mi lado; reconozco su olor, su tacto y su tibieza. Poco a poco, las tinieblas dejan de ser tinieblas y la habitación comienza a reconstruirse a mi alrededor. La cotidianidad triunfa una vez más sobre el vacío. Se gira, abraza mi espalda, y medio dormida, contemplo cómo el alba pone una línea de luz sobre el tejado de las casas vecinas.
Y entonces, sólo entonces, me digo: Es mi hombre.
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Rosa Montero
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