jueves, 10 de marzo de 2011

Mutantes

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Uno las reconoce enseguida por su aire cansino, sus gestos automáticos, y su mirada abstraída. Deambulan entre las góndolas del supermercado, entre las ocho y las diez de la mañana. Empujan su carro lentamente, como si pesara una enormidad, y en él van colocando las lechugas, los varios quilos de tomates, las manzanas, los atados de zanahorias y las remolachas.
Después, con la misma mirada absorta, de párpados semicerrados, esperan, disciplinadas, su turno en la carnicería. El dependiente les pregunta qué van a llevar y no responden -como si aún no hubieran salido de algún tipo de trance- y entonces él les pregunta por segunda vez, y es cuando ellas se sorprenden y regresan al mundo, y dicen cosas tales como "perdone, dos kilos de bifes, por favor".
Algunas llevan pequeños niños de dos o tres años en el estante superior del carro, niños que indican insistentemente con la mano objetos que desearían comer o tener. Y ellas pacientemente les explican que aquello no es necesario o que esto no es adecuado, y continúan su camino repetido entre los detergentes, los cepillos, los frascos de mermelada, las golosinas, con sus pálidas caras, el pelo que no han tenido tiempo de arreglar, las manos enrojecidas por el agua fría, y sus niños.

Se trata de las amas de casa, las que por la mañana no hacen de secretarias ni de oficinistas, ni de enfermeras o maestras, tampoco de telefonistas o profesoras (es por la tarde cuando se transforman en "eso"), y por lo tanto, quedan siendo solo ellas, amas de casa. Algunos dicen que sus mentes están puestas en cosas prosaicas, tales como el almuerzo de cada día o la merienda, en meros detalles tales como los precios rebajados, las sábanas que esperan el secado, el baño del niño, o el vencimiento de la factura de electricidad. Se las acusa de dedicar sus mentes a cosas nimias, tales como coser un botón en la chaqueta del marido, o levantar una cuchara que se ha caído.

En el supermercado, los vigilantes pierden rápidamente interés en ellas, aburridos porque no violan jamás ninguna norma. Y para los dependientes, ellas son apenas voces automáticas que repiten una y otra vez los mismos pedidos en las mismas cantidades. Las cajeras las ven llegar, con su andar cansino, y sus varios kilos de arroz, de frutas y verduras, y saben de antemano que se trata de ellas, de las amas de casa, que se apuran con sus víveres antes que la mañana se les escape al mediodía y la tarde las transforme nuevamente, y, disfrazándolas de secretarias, enfermeras o maestras, las vuelva otras.

Porque es sólo en ese lapso, entre las ocho y las diez exactamente, que las amas de casa se revelan como lo que son: mutantes que por la mañana se hacen cargo minuto a minuto de los detalles más precisos de otras vidas, para después convertirse en seres burocráticos que trabajan de catorce a veinte y esperan pacientemente el autobús que las retornará puntualmente a su casa para recomenzar al día siguiente el mismo ciclo.

Hay quienes sospechan que se trata de espectros, figuras irreales que transitan por las ferias y los mercados en busca de alimentos y utensilios caseros, para luego meterse en un cuerpo ajeno y misterioso que contesta la correspondencia de la oficina y atiende el teléfono. Esos son los que dicen que las amas de casa en realidad no existen y que lo que se aprecia haciendo compras en los supermercados son fantasmas escapados de la imaginación de un creador aburrido. Pero otros aseguran que existen, que son de carene y hueso como usted o como yo, y que afloran solamente entre las ocho y las diez de la mañana, con su andar cansino, su mirada abstraída, y sus niños, a sostener el mundo.
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Teresa Porzecanski

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VIVIR ES EL ARTE DE ATRAVESAR ESPERANZAS. -R.M.J.