jueves, 10 de marzo de 2011

Perdí mi luna

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"Perdí mi luna", dijo el niño, "en el cielo no está". El viejo levantó la mirada. Era cierto: la negrura ininterrumpida semejaba una cortina agobiante colgada sobre el parque, un telón negro de escenografía teatral cayendo en densos pliegues hasta el suelo del lago. Apenas las luces de la ciudad -pequeñas e idénticamente rectangulares- movíanse sobre el agua. "¿Tu luna?", preguntó el viejo, pensativo. "Mi luna", dijo el niño y arrojó un guijarro al pozo negro del agua.

La luna no tiene dueño, hubiera querido decirle el viejo y yo lo sé seguro; no es de nadie, le hubiera dicho, de nadie; una riqueza para mirarla que anda por el firmamento a su gusto y gana, pensó en decirle sin derrotero, quiso decirle. "Mi luna", repitió el niño, "abuelo, se ha perdido". Una tontería apenas, una cosa banal, pero el niño lloraba el entierro de su luna en el cementerio terráqueo de la noche y sabía que el monstruo infausto de la sombra había detenido su orbitar silencioso tragándola de repente, deshaciendo sus partes con honduras filosas y en el abismo infinito que iniciaba, las cosas todas, el ser el agua, se volverían un lodo homogéneo pastoso oscuro, un magma informe e indistinto de lo que alguna vez había tenido forma por causa del adorno de la luz hurtada, que había asegurado la realidad en lo que era, y que ahora tragada para siempre, corrompía los ojos, el cuerpo entero. Hubiera querido decirle, podido decirle, haberle dicho, pero ya no estaba ni el abuelo; ni el niño estaba ni el guijarro ni el lodo oscuro, en la negrura toda muda indescriptible de aquello entero homogéneo y poderoso.
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Teresa Porzecanski
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VIVIR ES EL ARTE DE ATRAVESAR ESPERANZAS. -R.M.J.