miércoles, 9 de marzo de 2011

Verita y la ciudad luz

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Mamita! ¡Qué tal par de cretinos!", fueron las primeras palabras que escuché decir a Verita. Aún no lo conocía, ni sabía quién era, ni sabía tampoco que era peruano ni en qué momento había hecho su aparición en L'Escale, un pequeño, muy oscuro y sumamente atabacado local musical, situado en la rue Monsieur le Prince, entre los bulevares Saint Germain y Saint Michel, y en pleno corazón elegante del Barrio latino.

Sin embargo, L'Escale distaba mucho de ser un local distinguido o mínimamente elegante, siquiera, y ahí uno se instalaba como podía en mesitas apretujadas y se sentaba en incomodísimos y muy bajos taburetitos, sin saber nunca muy bien qué hacer con las piernas. Pero aquel simpático y muy popular antrillo era algo así como la meca musical de los latinoamericanos en la época en que llegué a París y lo seguiría siendo muchísimos años después. En él habían cantado o tocado la guitarra, el arpa, la quena, el charango y qué sé yo cuántos instrumento más del folclor latinoamericano, con la única finalidad de ganarse un con qué vivir, jóvenes promesas de las letras y de las artes, como el venezolano Soto, cuya obra plástica adquiriría con el tiempo renombre universal, Y a él acudía cada noche, a escuchar su música y beberse tintorros y sangrías de nostalgia, o simple y llanamente a divertirse con un grupo de amigotes o con una chicoca, toda una fauna proveniente de cuanto rincón pueda encontrar uno entre el Grande y la Patagonia.

Una noche estaba yo ahí sentado con mis amigos y compatriotas Carmen Barreda, futura gran pintora peruana, Raúl Asín, futuro abogadazo y hasta presidente de una gran empresa, y el simpático y siempre correcto Carlos Condemarín, otro mayúsculo futurible más, y no sé bien si hasta ministro aún en pañales, pero sí algún día presidente, me parece, de algo tan importante como el Banco de la Nación o el Reserva del Perú, o qué sé yo, pero a lo grande, eso sí.

Y estábamos de lo más tranquilos con nuestra jarra de sangría, escuchando canciones paraguayas, pasillos ecuatorianos y Juan Charrasqueado, nuestra canción preferida, cuando a alguien se le ocurrió mandarse La Cumparsita y dos bonaerenses casi se nos mueren juntitos de nostalgia, a pesar de encontrarse ubicados en las dos mesas más distantes que había en L'Escale.

- Llo no aguanto más sin Buenos Aires - se quejó amargamente el bonaerense invisible de la mesa del fondo del negro local.
- Y llo mucho más que vos - se amargó lamentablemente el invisible de la mesa justito al pie del estrado.
- Fíjate que lla llevo tres días desde que salí - dialogó en la oscuridad el llo del fondo invisible.
- Y llo toda una semana - empezaba a batir su propio récord el invisible de al lado del estrado, cuando se oyó que un tipo soltaba la carcajada, al tiempo que encendía un encendedor Zippo y se ponía la tremenda mecha encendida en la cara, para que lo vieran bien y oyeran aún mejor su irónico y exclamativo comentario:
- ¡Mamita! ¡Qué tal par de cretinos!

Era Verita, por supuesto, y resultó ser peruano y bien macho, si lo pide la ocasión, y hasta se puso de pie con el Zippo de fogata, porque aquí el que ronca ronca y qué, pero felizmente los bonaerenses ni lo vieron ni lo oyeron, de puro enfrascados en la nostalgia en que se hallaban.

Así conocimos a Luís Antonio Vera, alias Verita, por lo entrañable y simpático que era, ingeniero agrónomo de profesión, enólogo de especialización, en Francia y donde haya buen vino, hombre de sonrisa eterna que jamás en su vida había tenido un problema, y que en su enológico y motorista recorrido por los viñedos de Europa y media, iba dejando una estela de alegría y positivismo absolutos y contagiosamente maravillosos. Porque para Verita todo lo bueno era posible y todo lo malo simple y llanamente imposible. Verita era un ejemplar único de peruano optimista de principio a fin y de cabo a rabo, de sol a sol y de año tras año y de década tras década, mañana, tarde y noche. Yo, un día, por ejemplo, le pregunté por Cesar Vallejo, el más metafísicamente triste y pesimista de todos los peruanos, que ya es decir, y que incluso consideraba muy seria y gravemente la posibilidad de haber nacido un día en que Dios estaba enfermo...

- No me vengas con cuentos, hermanito - me interrumpió Verita, agregando: - Sin ánimo de querer discutir con todo un hombre de letras de cambio, je je, como tú, permíteme decirte que, por más grande y genial que fuera Vallejo como poeta, sólo a un huevas tristes se le ocurre pensar una cosa semejante, y además soltártela en un poema.
- Bueno, pero se le ocurrió.
- Púchica, hermanito. Ponme tú al Cholo Vallejo delante y meto tal inyección de desahuevina que lo convierto en Walt Whitman. A ese hombre seguro que le faltaba una buena hembrita y uno de esos vinos cuyo secreto sólo posee este pechito.

Así era Luís Antonio Vera, Verita para sus amigos y Varita Mágica para sus amigas. Todavía lo recuerdo, corriendo en su moto por todo París con una chica en el asiento posterior. Y una chica distinta, cada día. Y sin embargo, Verita no era un donjuán ni un veleta, ni era tampoco un motociclista que recorría Europa dejando un amor en cada puerto. Verita era simple y llanamente simpático y contagioso. Sí, sumamente contagioso. Porque durante el año que permaneció en París todos conocimos montones de chicas encantadoras y muchos incluso nos casamos. Yo, el primero. Y nadie tenía un centavo para celebrar su boda pero eso no fue jamás problema alguno para aquel muchacho tan generoso como entrañable y alegre. Se conquistaba al primer dueño de restaurante que conocía, organizaba una colecta en pro del amor, y todo quedaba pagado en un comedor especial que él hacía cerrar para los festejos, aunque con una extraña condición, eso sí: que lo dejaran sacar a la novia cargada del restaurante cuando terminara el bailongo.

- ¿Y eso por qué, Verita? - Le pregunté un día.
- Para entrenarme, hermanito - me decía. - Porque el día que Verita ame, nadie va a amar como Verita. Y a su hembrita la va llevar cargada por el mundo entero.
- ¿Y por qué no te entrenas cargando a todas las chicas que paseas en tu moto?
- Pa' que no se hagan locas ilusiones, pues, hermanito. Cargando a las novias de mis amigos nadie se hace ilusiones y en cambio Verita se mantiene en forma para el gran día del amor.

Verita, que jamás conoció ni oyó hablar del caduco y lamentable Remigio González, el peruano aquel que tiempo antes de su llegada se pasó un año entero en París dedicado única y exclusivamente a meterle letra a cuanta chica se cruzaba en su camino, y que abandonó la Ciudad luz con la cara de héroe muerto en batalla perdida, tras haber llegado con un optimismo guerrero que ni los generales Eisenhower, Patton y Mac Arthur juntos. Verita, que con su permanente sonrisa, sus ojitos chinos de felicidad y vivaces y locuaces miraba a mil sitios al mismo tiempo y de cada uno de ellos le llovía una muchacha para su moto, Verita, sí, era una suerte de inmensa y definitiva reivindicación del honor perdido por un peruano tan cretino como creído y tan caduco en su estilo como lamentable en su grosera ambición. Verita nos había dado, en cambio, y nos seguía dando cada día, lo mejor de su campechanismo, de su naturalidad, de su nobleza y de su contagiosísima alegría. O sea que Verita se merecía lo mejor, y lo encontró en París.

Y había que verlo y oírlo cuando nos hablaba de su Ingrid, con su habitual plaga de diminutivos: "Una alemanita, hermanito, una diocesita, una virgencita de altar", Y se montaba en su moto y salía disparado a sus cursos intensivos de alemán en el Instituto Goethe de París. Y nos mostraba feliz las buenas notas que iba acumulando mientras su Ingridcita visitaba a sus padres en Alemania para anunciarles su inminente boda con el enólogo peruano diplomado summa cum laude en la lengua de Goethe y todo. Y la esperaba soñando en diminutivo y con la más grande y feliz ternura que he visto en mi vida. Y por mi departamento caía a cada rato para mantenerse en forma, cargando un rato a mi carcajeante esposa. Y de mi departamento corría al de otro amigo y luego al de otro y así de visita en visita para que uno tras otro los amigos le prestáramos cinco minutitos a tu señora, hermanito, para que cuando mi Ingridcita regrese yo esté en forma para llevarla cargada por el mundo entero y sus viñedos...

Nevaba el día en que tomamos conciencia de que hacía varios meses que nadie veía a Verita. Y fuimos varios los amigos que nos acercamos al departamento en que vivía, en busca de noticias. Un portero locuaz nos hizo saber que el señor Luís Antonio Vera había sufrido algún tipo de dolencia y que también algún problema personal o sentimental; lo había hecho vender su motocicleta, cancelar su contrato de alquiler y desaparecer de la noche a la mañana, sin despedirse de nadie.

Tuve que esperar un año para enterarme, de la forma más casual, que Ingridcita, su alemanita, su diocesita y virgencita de altar, no sólo lo había estafado, dejándolo sin un centavo, sino que al mismo tiempo le había trasmitido una enfermedad venérea. Me lo contó un estudiante de medicina que conocí una tarde y que, al enterarse de que yo era peruano, recordó el caso de un pobre compatriota mío que, encontrándose en la miseria, se había prestado como conejillo de indias en una clase práctica de la Facultad de Medicina, a cambio de un tratamiento gratuito. Se llamaba Luis Antonio Vera y un catedrático de la Facultad lo había expuesto en su clase como ejemplo de lo que puede ser una feroz gonorrea, ante un grupo de muy atentos alumnos.
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Alfredo Bryce Echenique
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VIVIR ES EL ARTE DE ATRAVESAR ESPERANZAS. -R.M.J.