.
CANTO PRIMERO
.
I
.
Genios de las riberas,
Invisibles espíritus del bosque,
Que convertís en moscas o en reptiles
A los indios que vagan por la noche;
Seres que, en las tinieblas,
Gastáis el tiempo el, ajustar los broches
De la dormida flor, mientras su ovario
Abre su amor al encendido polen;
Que elaboráis en ella
El dulce néctar que la abeja sorbe
Y los frescos aromas, que sedientos,
Los labios de los céfiros recogen;
O en la mortal cicuta
Vivís acurrucados, de los hombres
Acechando el secreto de la vida
Y destiláis la hiel de los dolores.
Y agriáis la crespa hierba
Que ni el carpincho ni la nutria comen,
Y envenenáis al avestruz dormido
Los huevos bajo el ala sin que os note.
.
II
.
Vírgenes transparentes
Que os colgáis en las ramas de los molles,
Y os columpiáis, con vuestros pies trazando
Rayas de luz sobre la linfa inmóvil ,
Y en esas lacias hebras
Con que acaricia el sauce al camalote
Subís y descendéis llevando al río
Rayos de luna en haces brilladores;
O hundidas en un lecho de espadañas
Os reclináis en los desiertos bordes,
A escuchar el secreto de las olas
Que transformáis en trémulas canciones;
Pobladores del aire
Leves y multiformes,
Hijos de los crepúsculos azules
Que con las alas embozáis los montes;
Que taladráis el diente
De la víbora en donde
Derramáis los licores ponzoñosos
-Que al infiltrarse, el corazón corroen;
Que en los ojos del tigre
Encendéis vuestra antorcha y las visiones
Preparáis a su luz disparatadas
Y las vaciáis en sus extraños moldes;
Que en la blanca osamenta,
Hacéis brotar los fuegos fatuos dobles,
Esos que, sobre el haz de los pantanos,
Ebrios, inquietos e impalpables corren.
Suben, bajan, se arrastran, se persiguen,
Se agitan y se rompen,
Y se apagan los unos a los otros
Sin que el aire los mueva ni los sople;
Almas de los murmullos,
Espíritus errantes de las flores
Que, al murmurar, hacéis más perceptible
El solemne silencio de los orbes;
Invisibles remeros
Que empujáis blandamente al camalote
En que navega incorporado el tigre
Que dormido en la orilla descuidóse;
Engendros de los ríos
Que recortáis la escama y los arpones
Del dorado debajo de las islas
Que en vuestros hombros sostenéis a flote,
Meciéndolas en ellos
Sin que el río en que nadan se desborde,
Ni el movimiento imperceptible y blando
Las húmedas barrancas desmorone;
Seres que, como llamas apagadas,
Sois de un pasado informe
La vida actual y eterna, cuyo velo
La fuerza del espíritu descorre;
Testigos que no mueren.
Que acompañasteis a las tribus nómades,
Las visteis desprenderse de su tronco
Y viajar, sumergiéndose en la noche:
Brotad de entre los tiempos y escuchadme.
Yo os nombraré por vuestros propios nombres;
En la forma, en la voz y el movimiento
Mi espíritu sutil os reconoce.
Cabalgando en las horas que pasaron,
Que el tiempo enfrena y en su noche esconde
Desatad vuestras alas puntiagudas
En legiones aéreas y deformes.
¡Horadadme esa tierra!
¡Sacudidme ese monte!
Como caen los cabellos de un anciano
Como el cardo desgrana sus plumones,
De la muerta cabeza
En que pensó una raza, acaso logre
Ver desprenderse el pensamiento oculto
Sobre mi frente cuando yo os invoque.
Dad un vuelco a ese río!
Salid, desde su légamo a sus bordes,
Con secretos del agua y de la arena,
De los huesos de piedra que se esconden
En el profundo limo
En que tienen las algas sus amores,
Se arrastra el yacaré, duerme la raya,
Y la tortuga sus nidadas pone.
Infundid en ese indio
Que ahora penetra en el callado bosque
Los latidos postreros de una raza
Que a vuestro acento viven y responden;
Latidos de esperanzas imposibles,
Rudo y último acorde
De las arpas malditas que sonaron
-Pulsadas por la muerte y los dolores.
.
III
.
Es Tabaré. Penetra nuevamente
A su nativo bosque,
Cuyos añosos árboles lo miran
Y a su paso sus troncos interponen.
Y le tienden los brazos descarnados
Con raras contorsiones,
Como fantasmas que en inmóvil danza
Cruzan y se retuercen por el monte.
Y en torno de él se agrupan a mirarlo,
Y así que lo conocen,
Después de herirlo con los brazos negros,
Se dispersan en todas direcciones.
Y los duros lagartos al sentirlo
Hacia sus cuevas corren,
Y asoman las cabezas puntiagudas,
Y el largo cuerpo sin calor encogen.
Y las ranas se callan un instante
Mientras pasa, y sus voces,
Como largos quejidos, a su espalda,
Cuando ha pasado, nuevamente se oyen.
Y los nocturnos pájaros lo siguen
En negras procesiones:
El chajá dando saltos por el suelo,
Chirriando esos murciélagos enormes.
Que, como manchas de la misma sombra,
La obscuridad recorren,
Persiguiendo los átomos, o huyendo
Atolondrados de invisible azote.
Detrás de cada tronco, acurrucada,
Parece que se esconde
Alguna cosa que, al pasar el indio,
Sigue tras él con movimiento torpe.
El siente a sus espaldas ese mundo
Que su alma sobrecoge;
Mas no se vuelve, y apresura el paso
Y sigue, y sigue sin saber adónde.
¿Cuánto anduvo? El indio no lo sabe.
Era la media noche
Quizá, cuando, rendido por la fiebre,
Detúvose entre rudas convulsiones,
Pues la luna, en lo alto de los ciclos,
Los transparentes bordes
De las nubes plomizas encendía
Franjeándolas de tenues resplandores.
De las que ante su disco se atraviesan,
Parecen los Jirones
Las siluetas de negros cocodrilos
Que la infinita soledad recorren;
Palidecen lejanas las estrellas
Que, desde lo alto, vuelan hacia el Norte,
La cruz del Sur se inclina esplendorosa
Con los brazos tocando el horizonte.
Tabaré escucha: En el profundo hueco
De sus ojos inmóviles
Introduce sus dedos el delirio
Que atruena su cabeza con sus voces;
Y otra fugaces, ora persistentes,
Comenzaron entonces
A hablar y cobrar vida los espacios,
La tierra, el aire, el corazón del bosque.
.
IV
.
Y a los pies del charrúa
La tierra daba gritos.
Retorcían los árboles sus troncos
Como animados de un airado espíritu:
-¡El genio de la tierra
Ha de morder tus pies, con los colmillos
De sus víboras negras, que se arrastran
Silbando como el viento! ¡No eres indio!
-¡Pasa! ¿Por qué me huellas?
La sangre brota de tus pies heridos.
¿Por queme manchas? De tu sangre nacen
Malas serpientes, negros cocodrilos.
-¡No te detengas; huye!
Aquí en mi ceno no hallarás abrigo;
Ya para ti la patria es un recuerdo,
¿No te sientes llamar? Es el abismo.
Tabaré oyó la voz, cual si brotara
De las grietas del suelo removido:
Lejanas muchedumbres
A sus pies agitaban el vacío;
Crujían las raíces de los árboles,
Cual si un extraño fluido
Las retorciera al circular en ellas,
Dándoles movimientos convulsivos.
Y del añoso ceibo
Cayó, volteando en animados giros,
Una hoja seca que miró al charrúa
Que a su vez la miraba, y ella dijo:
Yo rodaré a tus pies ensangrentados,
Realidad de mi símbolo;
El viento me ha arrancado de mi rama,
A ti te empuja el viento del destino.
Yo vivo con la vida de tu estirpe
Con tu fiebre palpito;
Y mi polvo y el polvo de tus huesos
Van a formar el légamo del río.
Vamos, charrúa; sígueme, salvaje:
Nos llama el torbellino.
Tus lunas han pasado; el sueño negro
Anda en tus venas derramando frío.
Te vuelca el suelo. ¿No lo sientes? Vente;
Vente, sigue conmigo;
¿No sientes el aliento de otra raza
Que te sopla del suelo en que has nacido?
Es la raza de vírgenes tan pálidas
Como la flor del lirio,
Hermosas cual la luna, cuando se hunde
Entre las aguas trémulas del río;
Y tienen luz de aurora en la mirada,
Y sus ojos tranquilos
Miran con odio al indio de los bosques,
Y le llaman maldito.
Vamos, charrúa; sígueme, salvaje:
Mira aquel remolino.
Vientos de tempestad vienen de lejos
Aullando como perros fugitivos.
Las sombras que recorren la maleza
Lanzan agudos gritos
Esas llamas sin luz marcan la ruta
Por donde corren los que fueron vivos.
Los impasibles ojos del charrúa
Siguen los vanos giros
De la hoja en cuyas venas circulaba
La vida de un espíritu cautivo.
Que en pie la sostenía,
la empujaba contra el viento mismo,
la llevó saltando y retorciéndose,
Siempre mirando y señalando al indio.
.
V
.
Oye entonces el aire de la noche
Que a su lado respira
Jadeante y con penosa intermitencia
Como el hálito de alguien que agoniza:
Te ahogas?, le gritaba. Es que en tu bosque
La muerte sólo habita
Está poblado el aire por las sombras.
Por las sombras charrúas que te miran.
Vengo empapado en llanto de las tribus
Que mueren fugitivas
Vengo cargado de vapor de sangre
Que forma sobre el campo una neblina.
¿Sientes los ayes? Es la muerte; corre
Tras de las madres indias.
Que huyen sin hijos. Ellos no se mueven:
Tendidos allá están en las colinas.
Son tus hermanos, muertos en su tierra
Por la raza maldita.
Ves esa virgen que en sus sueños anda?
Está empapada de tu sangre. ¡Mírala!
.
VI
.
El Indio está de pie. Todos sus miembros
Ateridos tiritan
Le falta el suelo, y vuelve a recobrarlo
En actitud violenta y convulsiva.
La fiebre en su cabeza espeluznada
Hunde la mano rígida,
Y en sus ojos atónitos llamean
Con fosfórica lumbre las pupilas.
Todo es extraño para él: el viento,
Los árboles que imitan
Seres desnudos, negros, que en su torno,
Se han detenido, y cuyos ojos brillan
Entre cabellos que hasta el suelo bajan,
Y lentamente oscilan;
Brillan marcando el sitio en que se encuentran
Cabezas que, sin verse, se adivinan.
Los rumores que pasan, van dejando,
Por la extensión vacía,
Como esos remolinos que las barcas
Hacen surgir del fondo de las linfas,
Resonancias que brotan de la sombra,
Tumultos que se agitan,
Silencios prolongados que de nuevo
Estallan en confusas vocerías,
O dando paso a una voz triste y aislada,
Voz que parece amiga,
Y dice algo al oído de una lengua
Inteligible, pero nunca oída.
.
VII
.
Por fin. cual si las vagas sensaciones
Que el indio aun percibía
Sufrieran en la nada tenebrosa
Una inmersión violenta y repentina,
Tabaré se desploma. Un ruido extraño
Produce su caída.
Se queja el suelo? ¿Quién impone al bosque
Esa actitud de asombro o de atonía?
Las notas que pasaban,
Los rumores que huían,
Las ramas que, inclinadas por el viento,
A levantarse nuevamente iban,
Suspensos han quedado. Es que el charrúa
Está en la selva antigua
Del indio Caracé; es que ha caído
Sobre el sepulcro de su madre extinta,
La cruz abre los brazos a su lado,
La cruz de la cautiva!
Parece que, inclinando la cabeza,
La cruz al indio en su regazo abriga.
Qué habló con el salvaje, aquella noche,
El alma errante que en la cruz palpita,
Es el secreto de la sombra eterna...
Empieza a amanecer, casi es de día.
CANTO PRIMERO
.
I
.
Genios de las riberas,
Invisibles espíritus del bosque,
Que convertís en moscas o en reptiles
A los indios que vagan por la noche;
Seres que, en las tinieblas,
Gastáis el tiempo el, ajustar los broches
De la dormida flor, mientras su ovario
Abre su amor al encendido polen;
Que elaboráis en ella
El dulce néctar que la abeja sorbe
Y los frescos aromas, que sedientos,
Los labios de los céfiros recogen;
O en la mortal cicuta
Vivís acurrucados, de los hombres
Acechando el secreto de la vida
Y destiláis la hiel de los dolores.
Y agriáis la crespa hierba
Que ni el carpincho ni la nutria comen,
Y envenenáis al avestruz dormido
Los huevos bajo el ala sin que os note.
.
II
.
Vírgenes transparentes
Que os colgáis en las ramas de los molles,
Y os columpiáis, con vuestros pies trazando
Rayas de luz sobre la linfa inmóvil ,
Y en esas lacias hebras
Con que acaricia el sauce al camalote
Subís y descendéis llevando al río
Rayos de luna en haces brilladores;
O hundidas en un lecho de espadañas
Os reclináis en los desiertos bordes,
A escuchar el secreto de las olas
Que transformáis en trémulas canciones;
Pobladores del aire
Leves y multiformes,
Hijos de los crepúsculos azules
Que con las alas embozáis los montes;
Que taladráis el diente
De la víbora en donde
Derramáis los licores ponzoñosos
-Que al infiltrarse, el corazón corroen;
Que en los ojos del tigre
Encendéis vuestra antorcha y las visiones
Preparáis a su luz disparatadas
Y las vaciáis en sus extraños moldes;
Que en la blanca osamenta,
Hacéis brotar los fuegos fatuos dobles,
Esos que, sobre el haz de los pantanos,
Ebrios, inquietos e impalpables corren.
Suben, bajan, se arrastran, se persiguen,
Se agitan y se rompen,
Y se apagan los unos a los otros
Sin que el aire los mueva ni los sople;
Almas de los murmullos,
Espíritus errantes de las flores
Que, al murmurar, hacéis más perceptible
El solemne silencio de los orbes;
Invisibles remeros
Que empujáis blandamente al camalote
En que navega incorporado el tigre
Que dormido en la orilla descuidóse;
Engendros de los ríos
Que recortáis la escama y los arpones
Del dorado debajo de las islas
Que en vuestros hombros sostenéis a flote,
Meciéndolas en ellos
Sin que el río en que nadan se desborde,
Ni el movimiento imperceptible y blando
Las húmedas barrancas desmorone;
Seres que, como llamas apagadas,
Sois de un pasado informe
La vida actual y eterna, cuyo velo
La fuerza del espíritu descorre;
Testigos que no mueren.
Que acompañasteis a las tribus nómades,
Las visteis desprenderse de su tronco
Y viajar, sumergiéndose en la noche:
Brotad de entre los tiempos y escuchadme.
Yo os nombraré por vuestros propios nombres;
En la forma, en la voz y el movimiento
Mi espíritu sutil os reconoce.
Cabalgando en las horas que pasaron,
Que el tiempo enfrena y en su noche esconde
Desatad vuestras alas puntiagudas
En legiones aéreas y deformes.
¡Horadadme esa tierra!
¡Sacudidme ese monte!
Como caen los cabellos de un anciano
Como el cardo desgrana sus plumones,
De la muerta cabeza
En que pensó una raza, acaso logre
Ver desprenderse el pensamiento oculto
Sobre mi frente cuando yo os invoque.
Dad un vuelco a ese río!
Salid, desde su légamo a sus bordes,
Con secretos del agua y de la arena,
De los huesos de piedra que se esconden
En el profundo limo
En que tienen las algas sus amores,
Se arrastra el yacaré, duerme la raya,
Y la tortuga sus nidadas pone.
Infundid en ese indio
Que ahora penetra en el callado bosque
Los latidos postreros de una raza
Que a vuestro acento viven y responden;
Latidos de esperanzas imposibles,
Rudo y último acorde
De las arpas malditas que sonaron
-Pulsadas por la muerte y los dolores.
.
III
.
Es Tabaré. Penetra nuevamente
A su nativo bosque,
Cuyos añosos árboles lo miran
Y a su paso sus troncos interponen.
Y le tienden los brazos descarnados
Con raras contorsiones,
Como fantasmas que en inmóvil danza
Cruzan y se retuercen por el monte.
Y en torno de él se agrupan a mirarlo,
Y así que lo conocen,
Después de herirlo con los brazos negros,
Se dispersan en todas direcciones.
Y los duros lagartos al sentirlo
Hacia sus cuevas corren,
Y asoman las cabezas puntiagudas,
Y el largo cuerpo sin calor encogen.
Y las ranas se callan un instante
Mientras pasa, y sus voces,
Como largos quejidos, a su espalda,
Cuando ha pasado, nuevamente se oyen.
Y los nocturnos pájaros lo siguen
En negras procesiones:
El chajá dando saltos por el suelo,
Chirriando esos murciélagos enormes.
Que, como manchas de la misma sombra,
La obscuridad recorren,
Persiguiendo los átomos, o huyendo
Atolondrados de invisible azote.
Detrás de cada tronco, acurrucada,
Parece que se esconde
Alguna cosa que, al pasar el indio,
Sigue tras él con movimiento torpe.
El siente a sus espaldas ese mundo
Que su alma sobrecoge;
Mas no se vuelve, y apresura el paso
Y sigue, y sigue sin saber adónde.
¿Cuánto anduvo? El indio no lo sabe.
Era la media noche
Quizá, cuando, rendido por la fiebre,
Detúvose entre rudas convulsiones,
Pues la luna, en lo alto de los ciclos,
Los transparentes bordes
De las nubes plomizas encendía
Franjeándolas de tenues resplandores.
De las que ante su disco se atraviesan,
Parecen los Jirones
Las siluetas de negros cocodrilos
Que la infinita soledad recorren;
Palidecen lejanas las estrellas
Que, desde lo alto, vuelan hacia el Norte,
La cruz del Sur se inclina esplendorosa
Con los brazos tocando el horizonte.
Tabaré escucha: En el profundo hueco
De sus ojos inmóviles
Introduce sus dedos el delirio
Que atruena su cabeza con sus voces;
Y otra fugaces, ora persistentes,
Comenzaron entonces
A hablar y cobrar vida los espacios,
La tierra, el aire, el corazón del bosque.
.
IV
.
Y a los pies del charrúa
La tierra daba gritos.
Retorcían los árboles sus troncos
Como animados de un airado espíritu:
-¡El genio de la tierra
Ha de morder tus pies, con los colmillos
De sus víboras negras, que se arrastran
Silbando como el viento! ¡No eres indio!
-¡Pasa! ¿Por qué me huellas?
La sangre brota de tus pies heridos.
¿Por queme manchas? De tu sangre nacen
Malas serpientes, negros cocodrilos.
-¡No te detengas; huye!
Aquí en mi ceno no hallarás abrigo;
Ya para ti la patria es un recuerdo,
¿No te sientes llamar? Es el abismo.
Tabaré oyó la voz, cual si brotara
De las grietas del suelo removido:
Lejanas muchedumbres
A sus pies agitaban el vacío;
Crujían las raíces de los árboles,
Cual si un extraño fluido
Las retorciera al circular en ellas,
Dándoles movimientos convulsivos.
Y del añoso ceibo
Cayó, volteando en animados giros,
Una hoja seca que miró al charrúa
Que a su vez la miraba, y ella dijo:
Yo rodaré a tus pies ensangrentados,
Realidad de mi símbolo;
El viento me ha arrancado de mi rama,
A ti te empuja el viento del destino.
Yo vivo con la vida de tu estirpe
Con tu fiebre palpito;
Y mi polvo y el polvo de tus huesos
Van a formar el légamo del río.
Vamos, charrúa; sígueme, salvaje:
Nos llama el torbellino.
Tus lunas han pasado; el sueño negro
Anda en tus venas derramando frío.
Te vuelca el suelo. ¿No lo sientes? Vente;
Vente, sigue conmigo;
¿No sientes el aliento de otra raza
Que te sopla del suelo en que has nacido?
Es la raza de vírgenes tan pálidas
Como la flor del lirio,
Hermosas cual la luna, cuando se hunde
Entre las aguas trémulas del río;
Y tienen luz de aurora en la mirada,
Y sus ojos tranquilos
Miran con odio al indio de los bosques,
Y le llaman maldito.
Vamos, charrúa; sígueme, salvaje:
Mira aquel remolino.
Vientos de tempestad vienen de lejos
Aullando como perros fugitivos.
Las sombras que recorren la maleza
Lanzan agudos gritos
Esas llamas sin luz marcan la ruta
Por donde corren los que fueron vivos.
Los impasibles ojos del charrúa
Siguen los vanos giros
De la hoja en cuyas venas circulaba
La vida de un espíritu cautivo.
Que en pie la sostenía,
la empujaba contra el viento mismo,
la llevó saltando y retorciéndose,
Siempre mirando y señalando al indio.
.
V
.
Oye entonces el aire de la noche
Que a su lado respira
Jadeante y con penosa intermitencia
Como el hálito de alguien que agoniza:
Te ahogas?, le gritaba. Es que en tu bosque
La muerte sólo habita
Está poblado el aire por las sombras.
Por las sombras charrúas que te miran.
Vengo empapado en llanto de las tribus
Que mueren fugitivas
Vengo cargado de vapor de sangre
Que forma sobre el campo una neblina.
¿Sientes los ayes? Es la muerte; corre
Tras de las madres indias.
Que huyen sin hijos. Ellos no se mueven:
Tendidos allá están en las colinas.
Son tus hermanos, muertos en su tierra
Por la raza maldita.
Ves esa virgen que en sus sueños anda?
Está empapada de tu sangre. ¡Mírala!
.
VI
.
El Indio está de pie. Todos sus miembros
Ateridos tiritan
Le falta el suelo, y vuelve a recobrarlo
En actitud violenta y convulsiva.
La fiebre en su cabeza espeluznada
Hunde la mano rígida,
Y en sus ojos atónitos llamean
Con fosfórica lumbre las pupilas.
Todo es extraño para él: el viento,
Los árboles que imitan
Seres desnudos, negros, que en su torno,
Se han detenido, y cuyos ojos brillan
Entre cabellos que hasta el suelo bajan,
Y lentamente oscilan;
Brillan marcando el sitio en que se encuentran
Cabezas que, sin verse, se adivinan.
Los rumores que pasan, van dejando,
Por la extensión vacía,
Como esos remolinos que las barcas
Hacen surgir del fondo de las linfas,
Resonancias que brotan de la sombra,
Tumultos que se agitan,
Silencios prolongados que de nuevo
Estallan en confusas vocerías,
O dando paso a una voz triste y aislada,
Voz que parece amiga,
Y dice algo al oído de una lengua
Inteligible, pero nunca oída.
.
VII
.
Por fin. cual si las vagas sensaciones
Que el indio aun percibía
Sufrieran en la nada tenebrosa
Una inmersión violenta y repentina,
Tabaré se desploma. Un ruido extraño
Produce su caída.
Se queja el suelo? ¿Quién impone al bosque
Esa actitud de asombro o de atonía?
Las notas que pasaban,
Los rumores que huían,
Las ramas que, inclinadas por el viento,
A levantarse nuevamente iban,
Suspensos han quedado. Es que el charrúa
Está en la selva antigua
Del indio Caracé; es que ha caído
Sobre el sepulcro de su madre extinta,
La cruz abre los brazos a su lado,
La cruz de la cautiva!
Parece que, inclinando la cabeza,
La cruz al indio en su regazo abriga.
Qué habló con el salvaje, aquella noche,
El alma errante que en la cruz palpita,
Es el secreto de la sombra eterna...
Empieza a amanecer, casi es de día.
.
Juan Zorrilla de San Martín
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