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Cuando salí de casa, ubicada no muy lejos del centro de la ciudad, tuve la rara intuición de que no volvería con vida. Afuera hacía frío, la nieve caía en una danza monótona y el viento soplaba en los oídos. Levanté el cuello del abrigo, enfundé las manos en los bolsillos y caminé en dirección al metro.
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Descendí las gradas del subterráneo. Al llegar al andén, divisé a dos policías que, abriéndose paso entre los peatones de caras serias y miradas indiferentes, se acercaron a un hombre de aspecto hindú, con turbante en la cabeza y barba cortada en abanico. Lo tomaron bruscamente por los brazos y le dijeron algo que no se oyó. El hombre hizo resistencia, intentó zafarse, pero los policías, levantándolo en vilo, se lo llevaron a golpes de porra y entre gritos de protesta.
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Yo los miré como si fuesen mis propios enemigos, con la misma sensación de tristeza que tuve al salir de la cárcel y al llegar a Suecia. "¡Cabrones!", me dije, con una furia que me salió desde el fondo de las entrañas. Me volví y proseguí mi camino.
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El impacto de esa escena fue tan fuerte para mí, que, sin poder concebir la idea de que la discriminación contra el extranjero era todavía posible en un país moderno, me fui a un restaurante, con la firme decisión de ahogar mi rabia en un trago de aguardiente. Salí del subterráneo y avancé por una de las calles, deslizándome sobre el hielo como un pedazo de chocolate.
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El restaurante, de cuyo nombre prefiero no acordarme, no estaba cerca de los Jardines del Rey ni lejos de la Estación Central. Me dispuse a entrar, pero un brazo velludo y fornido, que cruzó por mis ojos y se extendió en la puerta, me obstruyó el paso.
-¡Aquí no puedes entrar! -dijo el portero, lanzándome una mirada de desprecio.
Bajé la cabeza y sentí una punzada en el pecho. No era la primera vez que se me discriminaba ni la primera vez que escuchaba esas palabras que dolían como un golpe en la cara. El portero, un hombre más blanco que la leche y más macizo que un ropero, se dio la vuelta y cerró la puerta en mis narices. Yo quedé afuera, en medio de la calle iluminada por las luces de los letreros de neón. Puse las manos en los bolsillos y me retiré del lugar, con la impresión de que algo se me había roto adentro, justo cuando empezaba a aceptar la idea de que los hombres blancos no eran enemigos de los negros.
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En medio de la noche vacía y sin estrellas, caminé hacia la Estación Central, donde debía tomar el metro de vuelta a mi casa. La estación estaba llena de luz, como iluminada por el letrero donde se leía: "T. Centralen". Mostré la tarjeta de tráfico en la caseta de control y bajé las gradas hasta llegar al andén, donde un borracho, las manos y la cabeza apoyadas contra la pared, orinaba sobre sus propios vómitos. Pasé de largo y me senté en un banco frío y apartado, hasta que escuché los gritos de varias personas que bajaban en tropel. Me puse de pie y vi a una pandilla de "cabezas rapadas", acercándose como una jauría de perros hambrientos; tenían un uniforme extravagante como única seña de identidad: botines de caña alta, con puntera y tacones reforzados de hierro, pantalones vaqueros ajustados y cazadoras de piloto americano, cruces gamadas, célticas y otra chatarrería del nazismo alemán. Unos llevaban una calavera de bronce en la hebilla del cinturón y otros un tatuaje en la cabeza o en el puño.
Permanecí quieto y cabizbajo, como ignorando su presencia.
-¿Qué quieres en nuestro país, cabeza negra? -gritó uno, que tenía una lata de cerveza en la mano y un odio visceral en la mirada.
-¡Viva la raza aria! -dijo otro, que, por su aspecto de matón, parecía dispuesto a imponer la supremacía del hombre blanco por medio de la violencia.
No supe qué decir ni qué hacer. Mi corazón comenzó a latir como si llevara un caballo fustigado en el pecho. En tanto ellos, enseñándome un saludo hitleriano y gritando a voz en cuello: "¡Sieg Heil! ¡Seig Hitler!", me tendieron un cerco que de a poco se fue cerrando. Entonces yo, consciente de que había llegado el instante de romper el cerco, empujé a dos de ellos y corrí rumbo a la calle, saltando de dos en dos los escalones de la grada mecánica. Ellos me persiguieron a trancos, gritándome de cerca: "¡Negro de mierda! ¡No te queremos aquí!...".
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Corrí de prisa y, al doblar en la esquina, empecé a redoblar los pasos, el miedo metido en el cuerpo y sintiendo que a cada paso los tenía sobre mis talones. Uno de ellos, el más joven y de físico atlético, me agarró del abrigo y me detuvo en seco. No pedí perdón ni auxilio, pero sentí el frío metal del cuchillo penetrándome en el pecho, muy cerca del corazón, por donde fluyó una sangre más tibia que el sudor que empapó mi camisa. Ellos me miraron a los ojos con un odio salvaje y me escupieron en la cara, antes de desaparecer por la misma calle por donde me persiguieron jadeando como perros adiestrados.
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Los recuerdos se me agolparon en la mente; recordé a mis padres y hermanos, pero también el episodio de la guerra en que vi morir a mi mejor amigo, a quien, antes de alejarse de este mundo, le prometí vengar su muerte... Todo comenzó con una explosión de sangre y fuego. Los helicópteros, sobrevolando como moscardones metálicos, disparaban contra toda sombra que se movía entre los matorrales; en tanto yo, tendido de pecho, reptaba en medio del fragor y el miedo. Cuando los helicópteros desaparecieron en el otro lado de la montaña, allá donde las nubes flotaban como banderas en el cielo, me incorporé de un salto, el fusil en la mano, y corrí hacia donde yacía mi amigo, el cuerpo atravesado por las balas y la cara partida por las esquirlas. Al llegar a su lado, asaltado por el terror y el pánico, me di cuenta de que la muerte se me adelantó con unos pasos. Lo sujeté entre los brazos, le cerré los ojos, enterré su cadáver entre lágrimas y escombros, y, de purita rabia, juré vengar su muerte... Pero esa fue una promesa que nunca se llegó a cumplir, debido a que yo mismo me convertí en una víctima de la violencia, en medio de una ciudad ajena a los desastres de una guerra.
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Caminé a paso lento, hasta que se me aflojaron las piernas y me dejé caer sobre la nieve, donde exhalé el último hálito de vida. Allí permanecí por el lapso de un día, mientras los peatones pasaban y repasaban cerca de mi cadáver, sin socorrerme y acaso sin mirarme. Nadie se me acercó, salvo una anciana que, al verme tendido a plena luz del día, dijo con cierto desprecio: "Aquí yace un negro borracho". Entonces pensé para mis adentros: "¿Cómo podía sentirme seguro y considerarme un hombre libre, si desde el día en que llegué a este país, donde el color de la nieve contrastaba con mi piel y el clima con mi carácter, sentí la discriminación contra el extranjero; si cada vez que salía a la calle, unos me miraban con una chispa de hostilidad en los ojos y otros escupían al suelo por no escupirme en la cara?".
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A los dos días de mi muerte, la policía recogió mi cadáver como basura y, a poco de ingresarme en el hospital donde me hicieron la autopsia, me depositaron en la morgue, cuya temperatura se me instaló en el cuerpo con mayor frigidez que el invierno sueco. Las autoridades no capturaron a los asesinos, pero dieron órdenes de incinerar mi cadáver. Vaciaron mis cenizas en la urna y me despacharon a mi pueblo.
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Cuando mis padres fueron a recogerme del correo, como antes iban a recoger las cartas que les enviaba desde Estocolmo, se quedaron con el aliento suspendido, porque no podían creer que el cuerpo de su hijo, a quien vieron partir con la esperanza de volverlo a ver con vida, hubiera sido reducido a un montón de ceniza y embalado en un paquete más pequeño que un cartón de zapatos. Desde entonces me tienen metido en este paquete del correo sueco, que mis padres nunca abrieron, ni velaron ni enterraron, porque según las tradiciones de mi pueblo, no hay féretro ni sepultura mientras no se tenga el cuerpo presente del muerto.
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Víctor Montoya
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Descendí las gradas del subterráneo. Al llegar al andén, divisé a dos policías que, abriéndose paso entre los peatones de caras serias y miradas indiferentes, se acercaron a un hombre de aspecto hindú, con turbante en la cabeza y barba cortada en abanico. Lo tomaron bruscamente por los brazos y le dijeron algo que no se oyó. El hombre hizo resistencia, intentó zafarse, pero los policías, levantándolo en vilo, se lo llevaron a golpes de porra y entre gritos de protesta.
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Yo los miré como si fuesen mis propios enemigos, con la misma sensación de tristeza que tuve al salir de la cárcel y al llegar a Suecia. "¡Cabrones!", me dije, con una furia que me salió desde el fondo de las entrañas. Me volví y proseguí mi camino.
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El impacto de esa escena fue tan fuerte para mí, que, sin poder concebir la idea de que la discriminación contra el extranjero era todavía posible en un país moderno, me fui a un restaurante, con la firme decisión de ahogar mi rabia en un trago de aguardiente. Salí del subterráneo y avancé por una de las calles, deslizándome sobre el hielo como un pedazo de chocolate.
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El restaurante, de cuyo nombre prefiero no acordarme, no estaba cerca de los Jardines del Rey ni lejos de la Estación Central. Me dispuse a entrar, pero un brazo velludo y fornido, que cruzó por mis ojos y se extendió en la puerta, me obstruyó el paso.
-¡Aquí no puedes entrar! -dijo el portero, lanzándome una mirada de desprecio.
Bajé la cabeza y sentí una punzada en el pecho. No era la primera vez que se me discriminaba ni la primera vez que escuchaba esas palabras que dolían como un golpe en la cara. El portero, un hombre más blanco que la leche y más macizo que un ropero, se dio la vuelta y cerró la puerta en mis narices. Yo quedé afuera, en medio de la calle iluminada por las luces de los letreros de neón. Puse las manos en los bolsillos y me retiré del lugar, con la impresión de que algo se me había roto adentro, justo cuando empezaba a aceptar la idea de que los hombres blancos no eran enemigos de los negros.
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En medio de la noche vacía y sin estrellas, caminé hacia la Estación Central, donde debía tomar el metro de vuelta a mi casa. La estación estaba llena de luz, como iluminada por el letrero donde se leía: "T. Centralen". Mostré la tarjeta de tráfico en la caseta de control y bajé las gradas hasta llegar al andén, donde un borracho, las manos y la cabeza apoyadas contra la pared, orinaba sobre sus propios vómitos. Pasé de largo y me senté en un banco frío y apartado, hasta que escuché los gritos de varias personas que bajaban en tropel. Me puse de pie y vi a una pandilla de "cabezas rapadas", acercándose como una jauría de perros hambrientos; tenían un uniforme extravagante como única seña de identidad: botines de caña alta, con puntera y tacones reforzados de hierro, pantalones vaqueros ajustados y cazadoras de piloto americano, cruces gamadas, célticas y otra chatarrería del nazismo alemán. Unos llevaban una calavera de bronce en la hebilla del cinturón y otros un tatuaje en la cabeza o en el puño.
Permanecí quieto y cabizbajo, como ignorando su presencia.
-¿Qué quieres en nuestro país, cabeza negra? -gritó uno, que tenía una lata de cerveza en la mano y un odio visceral en la mirada.
-¡Viva la raza aria! -dijo otro, que, por su aspecto de matón, parecía dispuesto a imponer la supremacía del hombre blanco por medio de la violencia.
No supe qué decir ni qué hacer. Mi corazón comenzó a latir como si llevara un caballo fustigado en el pecho. En tanto ellos, enseñándome un saludo hitleriano y gritando a voz en cuello: "¡Sieg Heil! ¡Seig Hitler!", me tendieron un cerco que de a poco se fue cerrando. Entonces yo, consciente de que había llegado el instante de romper el cerco, empujé a dos de ellos y corrí rumbo a la calle, saltando de dos en dos los escalones de la grada mecánica. Ellos me persiguieron a trancos, gritándome de cerca: "¡Negro de mierda! ¡No te queremos aquí!...".
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Corrí de prisa y, al doblar en la esquina, empecé a redoblar los pasos, el miedo metido en el cuerpo y sintiendo que a cada paso los tenía sobre mis talones. Uno de ellos, el más joven y de físico atlético, me agarró del abrigo y me detuvo en seco. No pedí perdón ni auxilio, pero sentí el frío metal del cuchillo penetrándome en el pecho, muy cerca del corazón, por donde fluyó una sangre más tibia que el sudor que empapó mi camisa. Ellos me miraron a los ojos con un odio salvaje y me escupieron en la cara, antes de desaparecer por la misma calle por donde me persiguieron jadeando como perros adiestrados.
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Los recuerdos se me agolparon en la mente; recordé a mis padres y hermanos, pero también el episodio de la guerra en que vi morir a mi mejor amigo, a quien, antes de alejarse de este mundo, le prometí vengar su muerte... Todo comenzó con una explosión de sangre y fuego. Los helicópteros, sobrevolando como moscardones metálicos, disparaban contra toda sombra que se movía entre los matorrales; en tanto yo, tendido de pecho, reptaba en medio del fragor y el miedo. Cuando los helicópteros desaparecieron en el otro lado de la montaña, allá donde las nubes flotaban como banderas en el cielo, me incorporé de un salto, el fusil en la mano, y corrí hacia donde yacía mi amigo, el cuerpo atravesado por las balas y la cara partida por las esquirlas. Al llegar a su lado, asaltado por el terror y el pánico, me di cuenta de que la muerte se me adelantó con unos pasos. Lo sujeté entre los brazos, le cerré los ojos, enterré su cadáver entre lágrimas y escombros, y, de purita rabia, juré vengar su muerte... Pero esa fue una promesa que nunca se llegó a cumplir, debido a que yo mismo me convertí en una víctima de la violencia, en medio de una ciudad ajena a los desastres de una guerra.
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Caminé a paso lento, hasta que se me aflojaron las piernas y me dejé caer sobre la nieve, donde exhalé el último hálito de vida. Allí permanecí por el lapso de un día, mientras los peatones pasaban y repasaban cerca de mi cadáver, sin socorrerme y acaso sin mirarme. Nadie se me acercó, salvo una anciana que, al verme tendido a plena luz del día, dijo con cierto desprecio: "Aquí yace un negro borracho". Entonces pensé para mis adentros: "¿Cómo podía sentirme seguro y considerarme un hombre libre, si desde el día en que llegué a este país, donde el color de la nieve contrastaba con mi piel y el clima con mi carácter, sentí la discriminación contra el extranjero; si cada vez que salía a la calle, unos me miraban con una chispa de hostilidad en los ojos y otros escupían al suelo por no escupirme en la cara?".
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A los dos días de mi muerte, la policía recogió mi cadáver como basura y, a poco de ingresarme en el hospital donde me hicieron la autopsia, me depositaron en la morgue, cuya temperatura se me instaló en el cuerpo con mayor frigidez que el invierno sueco. Las autoridades no capturaron a los asesinos, pero dieron órdenes de incinerar mi cadáver. Vaciaron mis cenizas en la urna y me despacharon a mi pueblo.
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Cuando mis padres fueron a recogerme del correo, como antes iban a recoger las cartas que les enviaba desde Estocolmo, se quedaron con el aliento suspendido, porque no podían creer que el cuerpo de su hijo, a quien vieron partir con la esperanza de volverlo a ver con vida, hubiera sido reducido a un montón de ceniza y embalado en un paquete más pequeño que un cartón de zapatos. Desde entonces me tienen metido en este paquete del correo sueco, que mis padres nunca abrieron, ni velaron ni enterraron, porque según las tradiciones de mi pueblo, no hay féretro ni sepultura mientras no se tenga el cuerpo presente del muerto.
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Víctor Montoya
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