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-Y o me di cuenta de que estaba muerto, porque hablaba en latín -me explico Ángel Vázquez.
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Además, se sabia. Hacia tiempo que Urbano Lugris, artista pintor, yacía bajo tierra. Pero aquella tarde, Ángel había subido a la torre, para esperar el otoño, y se lo había encontrado.
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Desde lo alto de la costa gallega, Ángel estaba contemplando el otoño, que venia de la mar, y el otoño era una luz blanca que invadía el cielo, limpio de nubes. En esa paz estaba Ángel, blanca brisa, aire nuevo, cuando descubrió que tenia al artista a su lado. El viejo dijo alguna de esas maldades muy suyas, que en latín sonaban raro, pero río como siempre reía, que no era con la boca sino con sus peligrosos ojos de niño encendidos bajo la maraña del pelo.
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Y entonces, de pronto, el cielo se enloqueció: se alboroto, se oscureció, y en la súbita negrura aparecieron bailando unas nubes venidas quien sabe de donde, nubes de oro, nubes de fuego, nubes de vino, y luego llegaron los relámpagos y las acuchillaron. Y tembló el mundo, sacudido por los truenos, y sobre el mundo se desplomo una lluvia del fin del mundo.
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Ángel grito:
-!Don Urbano! ¡Pinte eso, hombre!
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Inmóvil bajo la lluvia violenta, el artista echo un bufido de perro viejo.
Fue en latín, pero dio para entender:
-!Pero no ves que estoy muerto, carajo!
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Eduardo Galeano
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