miércoles, 9 de marzo de 2011

En el país de las maravillas

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El avión despegó como un pájaro gigante y se elevó al cielo, dejando atrás la tierra que me vio nacer. Recliné la cabeza contra el respaldo del asiento, desajusté el cinturón de seguridad y, contemplando las nubes a través de la ventanilla, soñé despierto en que por fin, estando en un nuevo país, llegaría a ser algo más que un simple opositor del gobierno. La azafata, una muchacha hecha de marfil y sonrisa, me entregó una caja de comida y dijo algo que no entendí. Después hizo ademanes con las manos, como una muda que se dirige a un sordo, pero tampoco entendí. Entonces se volvió y desapareció en el compartimiento que estaba cerca de la puerta de acceso. Me quedé pensativo, avergonzado, al constatar que el idioma, aparte de ser un instrumento de comunicación, era también una barrera infranqueable.
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Cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Arlanda, tras muchas horas de viaje, salí con el maletín en la mano y avancé por un pasillo que me llevó hacia una cabina de control de pasaportes, donde me detuvieron dos policías que, tomándome por los brazos, me condujeron a un cuarto que parecía una oficina.
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El más alto, barba crecida y algo panzón, se sentó detrás del escritorio. Discó el teléfono, me escudriñó de pies a cabeza y habló con voz inaudible. Me senté en la silla de enfrente, sujetando todavía el maletín en la mano.
-¿A qué viniste a Suecia? -me preguntó en español, mientras miraba detenidamente el pasaporte.
-Vine a solicitar asilo político -contesté, mirándolo con la misma intensidad con que él miraba el pasaporte.
El otro policía, que estaba parado a su lado, las piernas abiertas y los brazos cruzados, le dijo algo que no entendí, pero que, por los gestos que hizo, me dio la impresión de que no estaba molesto, y hasta me pareció que sentía lástima por mí.
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Al final del interrogatorio, me hicieron firmar un formulario, imprimieron un sello rojo en el pasaporte y me sacaron rumbo a un garaje, donde estaba aparcado un auto de color azul, que tenía dos sirenas en el techo y una inscripción donde decía: "Polis". Me acomodé en el asiento trasero, y el auto, a poco de dar vueltas en un laberinto subterráneo, salió hacia un paisaje blanquecino, que era el más hermoso que jamás haya visto en mi vida. Era invierno y el termómetro marcaba 15 grados bajo cero, mientras la nieve, impactante a primera vista, me provocó una repentina sensación de frío, como si hubiese llegado a la cuna del hielo.
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En el trayecto, a medida que iba contemplando los bosques y las casas que parecían arrancadas de los cuentos de hadas, cayó el manto de la noche a las 15 y 30 de la tarde. Fue entonces cuando pensé que el clima de Suecia, con su frío y su oscuridad, era distinto al clima de mi pueblo, donde el sol ardía en la franela azul del cielo y la tierra calentaba los pies.
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El auto se detuvo delante de un hotel. En las calles había mujeres hermosas como Blancanieves y hombres enfundados en ropas que me recordaron a los esquimales de las tarjetas postales. Los policías, sin dirigirme la mirada ni la palabra, me bajaron del auto y me acompañaron hasta la oficina del hotel, donde hablaron con el administrador; un hombre de aspecto bonachón y bigotes poblados, que tenía pinta de italiano, y quien, sonriéndome desde detrás del mostrador, me alcanzó las llaves de una habitación.
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Los policías y yo entramos en el ascensor y subimos hasta el último piso, en cuyo corredor, al lado izquierdo y al fondo, estaba la habitación donde debía quedarme sin saber hasta cuándo. Los policías se despidieron, salieron del cuarto y cerraron la puerta a sus espaldas. Respiré profundo, como si mi alma hubiese vuelto a instalarse en mi cuerpo, y me dije: "Por fin estoy solo, sano y salvo". Dejé mi maletín junto a la puerta y me acerqué a la ventana, desde cuya altura pude ver, a lo lejos, el blanco resplandor de la nieve, un bosque sin pájaros y un lago congelado, donde los yates, anclados en los muelles, parecían ballenas atrapadas por un monstruo hecho de hielo.
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Las paredes de la habitación estaban decoradas con una serie de cuadros y grabados, la cama lucía una sábana impecable, la repisa tenía televisor y teléfono, y el ropero era demasiado grande para lo poco que llevaba en el maletín. Cuando entré en el baño, atisbando a mí alrededor como un perro en territorio ajeno, quedé asombrado por la limpieza del lavabo, la taza y la tina; el baño tenía un armario con espejo y unos azulejos empotrados en el piso y la pared. Todo lo que antes me parecía un lujo, un sueño de Cenicienta, de pronto se hizo realidad, como si hubiese llegado al país de las maravillas, donde todo era asombro y novedad, incluso la limpieza, pues donde ponía la mirada no encontraba una pizca de suciedad. En cambio en mi país, donde la mayoría vive en la miseria, no es extraño que la gente se lave dos veces en la misma agua y haga sus necesidades a la intemperie.
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En la habitación del hotel, por primera vez en mi vida, sentí que mis deseos
de saber más y conocer más crecían como la espuma. "Tal vez aquí, en este país, se realicen mis sueños -pensé-. Nunca fui un peligro real para la dictadura. Sin embargo, muchas veces estuve preso. La última vez me destinaron a un campo de concentración, donde me torturaron, me sometieron a consejo de guerra y me condenaron a muerte. Por suerte sigo vivo. Se dio un nuevo golpe de Estado y yo aproveché la confusión para abandonar el país y olvidarme del calvario que he pasado...".
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Salí del baño y abrí la ventana por donde entró un aire frío como la muerte. No podía estar solo en la habitación. Experimentaba la misma sensación de claustrofobia que cuando entré en el ascensor, en cuyo espejo me miré el rostro desfigura por la tortura, recordando los años que pasé encerrado en una celda de dos metros por dos. Después, como era ya costumbre en mí, me acosté vestido en la cama y prendí el televisor a colores. Primero vi un reportaje sobre el bombardeo de La Moneda y el asesinato de Salvador Allende. Seguidamente transmitieron un programa culinario, donde dos hombres, vestidos con delantales impecables, prepararon una comida exótica; una visión que, por supuesto, me golpeó de inmediato; era la primera vez que veía a dos hombres en la cocina, manejando los instrumentos con habilidad y destreza. No lo podía creer, porque según las costumbres y tradiciones de mi pueblo, la cocina es un territorio reservado sólo para las mujeres, o como solía decir mi abuela: "Los hombres trabajan fuera de la casa y las mujeres en la cocina".
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Al día siguiente, a las nueve de la mañana y cuando la luz del día aún no había ganado a las penumbras, desperté de una pesadilla escalofriante, los nervios alterados y el cuerpo empapado en sudor. Las secuelas de la tortura dejaron sus huellas indelebles en mi vida, y aunque ahora dormía en un hotel de lujo y me consideraba un hombre libre, no me abandonaba la psicosis de persecución y tenía la impresión de que seguía encerrado en una celda solitaria y maloliente.
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En mi pesadilla se reprodujo con nitidez la última vez que me detuvieron al salir del trabajo. Me encapucharon y llevaron a una "casa de seguridad", donde me sometieron a sesiones de tortura. El primer día me desnudaron y, entre golpes y amenazas, me colgaron del techo, cabeza abajo y las manos atadas a la espalda. Me quemaron los pies con cigarrillos y me sumergieron en un recipiente de agua fría, intentando quebrantar mi personalidad y obtener la información requerida. El segundo día, mientras me interrogaban a golpes de culata, me obligaron a permanecer en la "posición del chancho", el cuerpo doblado contra la pared, la cabeza rozando el piso y las manos atadas a la espalda. Pero como no dije una sola palabra, ni siquiera cuando me ofrecieron una fabulosa recompensa, me aplicaron la picana eléctrica en los genitales y el ano, acusándome de pertenecer a un movimiento clandestino y de tener armas escondidas en mi casa. El tercer día, cuando apenas podía mover las piernas y los brazos, me amarraron en una silla y me obligaron a escuchar los gritos de una mujer que era torturada en la sala contigua, diciéndome que habían capturado a mi madre y que la estaban violando para arrancarle la información que yo les había negado. Ésta fue la gota que colmó mi calma. Me levanté arrastrando la silla y, con una indignación trocada en un grito de furia, les dije: "¡Asesinos!...". Después sentí un golpe que me suspendió en el aire y me tumbó contra el piso, el cuerpo asido todavía al respaldo de la silla. Al cabo de una semana, que me tuvieron a ración de pan y agua, me sacaron la capucha y recobré poco a poco los sentidos. Entonces pude ver dónde estaba; la sala tenía tabiques de ladrillos, el suelo de baldosas y un ventanuco que siempre estaba cerrado, pero desde cuyas rendijas se podía ver a los verdugos, torturando a hombres, mujeres y niños. Pero, claro, los detalles de esta historia terrible, que es peor que el dolor y peor que el olvido, no se los puedo contar a nadie, porque cualquiera que las escuche no va a creer o va a quedar con los pelos de punta.
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Cerca del mediodía, ya de pie, bien cambiado y peinado, esperé a los policías que, un día antes, me trajeron al hotel. Y, mientras miraba los copos de nieve que caían danzando a través de la ventana, escuché unos golpes en la puerta. Abrí y me enfrenté al hombre que me entregó las llaves de la habitación. Me saludó en un idioma desconocido, me tomó amigablemente por el brazo y me condujo hacia el restaurante, donde me enseñó una mesa llena de comidas y bebidas. Quedé boquiabierto y no supe qué hacer. El hombre del hotel, al verme abobado en medio de tanta comida, me miró a los ojos, se llevó una mano vacía a la altura de la boca, hizo un ademán como hacen las madres cuando dan de comer a sus hijos y me señaló la mesa con la otra mano. Después se volvió y se fue. Me acerqué a la mesa, sin saber por dónde empezar, pero consciente de que era una oportunidad que no debía desaprovechar. Me serví un plato lleno, un vaso de cerveza y un pedazo de pan duro que, al morderlo, me recordó a los panes que hacía el panadero de mi pueblo. Me retiré hacia una mesa del fondo, desde cuya ubicación pude observar a quienes comían en abundancia, mientras pensaba en lo injusto del mundo, donde pocos tienen todo y muchos nada. A ratos, no podía concebir cómo este país, ubicado en el techo del mundo, podía ser tan rico siendo tan pequeño. Era una verdadera sociedad de consumo, donde se arrojaban los restos de la comida en bolsas de plástico, con la misma facilidad con que se tiraban las ropas usadas, los muebles y los aparatos electrodomésticos.
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Cuando volví a la habitación, encontré a los dos policías en la puerta. Uno de ellos, el que aprendió a hablar español en las islas Canarias, dijo: "Alista tus cosas". No pregunté por qué. Alisté mi maletín y salí del hotel junto a ellos. Afuera, el frío calaba hasta los huesos y el viento arrojaba puñados de nieve en la cara. El policía abrió la puerta del auto y esperó que me acomodara en el asiento. Cerró la puerta de un golpe y no volvió a decir palabra, hasta que llegamos a un campamento de refugiados, donde apliqué las sabias enseñanzas de mi abuela, quien, adivinando que algún día llegaría a vivir en un país extraño, me dijo: "Donde quiera que fueres, haz lo que vieres". Y así lo hice. En el campamento de refugiados, que estaba a medio camino entre el infierno y el paraíso, volví a nacer de nuevo. Allí aprendí un nuevo idioma, me acostumbré a un nuevo clima y hasta me enamoré de una muchacha hermosa, cuya sonrisa amplia, tan amplia como la naturaleza sueca, me devolvió las esperanzas que tenía perdidas.
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Desde ese día han pasado muchos años y en el país de las maravillas han cambiado muchas cosas. Pero ésta es otra historia, que les contaré otro día
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Víctor Montoya
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VIVIR ES EL ARTE DE ATRAVESAR ESPERANZAS. -R.M.J.