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Esa mañana tomé la decisión de algo que tenía pensado desde hace tiempo: quitarme la vida a las doce en punto del mediodía.
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Me senté en la silla del escritorio y concluí el último capítulo de mi novela, que me requirió diez años de acopio de documentos y otros tantos años de trabajo obsesivo. Cuando puse el punto final, sentí que mi vida se vació como el tintero, y con la firme decisión de enfrentarme a la muerte, que me sonreía desde el otro lado de la vida, abrí el último cajón del escritorio, donde estaba la pistola de cacha negra, cañón de metal bruñido y cilindro giratorio, cuya recámara múltiple tenía una sola bala en el eje, lista para ser vaciada de un tiro. Por un instante contemplé la maravilla y el peligro de esa arma que me regaló mi padre la noche en que ocurrió ese suceso que iba a cambiar el curso de mi vida.
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Levanté la pistola, alargué el brazo y, poniendo el ojo en el punto de mira, la paseé por el cuarto; pero donde ponía la mirada, mi alma no encontraba más que un vertiginoso abismo de soledad y desesperanza. Entonces, abandonado de mí mismo, recogí el brazo y puse la boca del cañón contra mi sien. Quité el disparador, apreté el gatillo y... ¡PUM!!!... El impacto fue tan fuerte que, luego de sacudirme en el aire, me tumbó boca arriba. La sangre saltó a raudales y el olor de la pólvora impregnó el cuarto, ese cuarto que tenía el techo bajo y las paredes atestadas de libros, una puerta que daba a la calle y una ventanilla por donde se calaba un aire tan frío como la muerte.
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Pasó el tiempo y nadie indagó por el vacío que dejó mi ausencia, hasta que la policía me encontró tumbado en medio de un círculo de sangre seca, los sesos destapados y la pistola todavía en la mano, el cuerpo deformado por la obesidad y la barba apelmazada donde los bichos hicieron su madriguera.
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La policía, sin salir del estupor, constató que yo, en mi condición de escritor suicida, había dejado un montón de papeles sobre el escritorio y una nota que decía: "Que nadie llore sobre mi cadáver ni deposite flores en mi tumba. Que todos sepan que murió un hombre que no pudo encontrar la felicidad sino a través de la muerte...".
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Cuando la noticia saltó a la prensa: "Escritor suicida se quitó la vida a las doce en punto del mediodía...", los lectores se enteraron de que el protagonista de mi novela, hecha de realidad y fantasía, tuvo un desenlace más feliz que mi vida.
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Víctor Montoya
Esa mañana tomé la decisión de algo que tenía pensado desde hace tiempo: quitarme la vida a las doce en punto del mediodía.
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Me senté en la silla del escritorio y concluí el último capítulo de mi novela, que me requirió diez años de acopio de documentos y otros tantos años de trabajo obsesivo. Cuando puse el punto final, sentí que mi vida se vació como el tintero, y con la firme decisión de enfrentarme a la muerte, que me sonreía desde el otro lado de la vida, abrí el último cajón del escritorio, donde estaba la pistola de cacha negra, cañón de metal bruñido y cilindro giratorio, cuya recámara múltiple tenía una sola bala en el eje, lista para ser vaciada de un tiro. Por un instante contemplé la maravilla y el peligro de esa arma que me regaló mi padre la noche en que ocurrió ese suceso que iba a cambiar el curso de mi vida.
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Levanté la pistola, alargué el brazo y, poniendo el ojo en el punto de mira, la paseé por el cuarto; pero donde ponía la mirada, mi alma no encontraba más que un vertiginoso abismo de soledad y desesperanza. Entonces, abandonado de mí mismo, recogí el brazo y puse la boca del cañón contra mi sien. Quité el disparador, apreté el gatillo y... ¡PUM!!!... El impacto fue tan fuerte que, luego de sacudirme en el aire, me tumbó boca arriba. La sangre saltó a raudales y el olor de la pólvora impregnó el cuarto, ese cuarto que tenía el techo bajo y las paredes atestadas de libros, una puerta que daba a la calle y una ventanilla por donde se calaba un aire tan frío como la muerte.
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Pasó el tiempo y nadie indagó por el vacío que dejó mi ausencia, hasta que la policía me encontró tumbado en medio de un círculo de sangre seca, los sesos destapados y la pistola todavía en la mano, el cuerpo deformado por la obesidad y la barba apelmazada donde los bichos hicieron su madriguera.
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La policía, sin salir del estupor, constató que yo, en mi condición de escritor suicida, había dejado un montón de papeles sobre el escritorio y una nota que decía: "Que nadie llore sobre mi cadáver ni deposite flores en mi tumba. Que todos sepan que murió un hombre que no pudo encontrar la felicidad sino a través de la muerte...".
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Cuando la noticia saltó a la prensa: "Escritor suicida se quitó la vida a las doce en punto del mediodía...", los lectores se enteraron de que el protagonista de mi novela, hecha de realidad y fantasía, tuvo un desenlace más feliz que mi vida.
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Víctor Montoya
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