miércoles, 9 de marzo de 2011

Jacinta

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En los últimos tiempos casi nadie las habia visto salir. Jacinta consume a sus años entre la cocina y la oscura habitación donde descansaba su madre.

Muchos les temían por haberse encerrado y alejado hasta dejar de ser ya del pueblo. Pero más hablaban de la joven, tan callada, tan hermosa, la hembra que no sería para nadie.

Un día lluvioso, el vaquero Ovidio Luna llegó a Paja Colorada en busca de trabajo, y fue a parar a la tranca de esa casa que parecía abandonada. Ya se iba a retirar cuando vio que alguien abría la puerta, pero no se animaba a salir al corredor. Agarrado de las riendas de su caballo, siguió llamando. La mujer espiaba al hombre de poncho rojo y alforja, volvió la cabeza para consultar en la oscuridad, miró otra vez al hombre y le hizo señas para que esperara una nueva consulta adentro.

La puerta se abrió al fin cuando dejó de llover y Ovidio pudo entrar al patio. Una voz cantarina dijo:
-¿Por qué no entraba si tanto lo estaba llamando?
-Disculpe usted, señorita -repuso él como si le hubieran dado un golpe en la cara-. La tormenta no me dejó escuchar. Yo pensé que antes usted consultaba con alguien de adentro...
La joven contuvo un respingo y dijo:
-Sí, claro. Mi madre dijo que lo haga pasar. ¿Y de dónde viene usted?, ¿Qué se le ofrece?
-Este... me llamo Ovidio Luna y ando buscando trabajo. ¿Podría hablar con su madre?
La joven respondió con una sonrisa. El vaquero pisaba el barro del patio, aflojando la cincha del caballo siguió:
-Digo, si tal vez les interesara un peón pa que siembre o deshierbe las chacras. La tierra está en su punto.
-Mi madre está un poco delicada -dijo ella-. Tal vez si pudiera volver otro dáa...
-Cómo no, pero quien sabe... ¿Por qué no le pregunta? Ahora es la época justa pa remover la tierra...
Ella iba a negarse, cuando la furia de la tormenta hizo que Ovidio se apretara el sombrero asustando al caballo que retrocedió hasta chocar con el horcón. Jacinta gritó y cayó sentada sobre el maíz del troje en la esquina del corredor. Ovidio se acercó para tomarla de las manos, disculpe, es la lluvia. ¿Nada? ¿No se hizo nada? Los ojos asustados miraban detrás de él. ¿Venga la madre? No, la puerta seguía quieta; miró la tormenta del patio y otra vez a la mujer. Allá, allá decía, su caballo en las flores; ahora si mi madre me da una paliza... Ovidio se metió al agua, tropezó con una piedra, se agarró del palo mojado en la tranca hasta ubicar el jardín. Estaba completamente mojado y sólo veía sombras grises moviéndose. Tocó un cuerpo peludo y recibió una patada en la rodilla, al caer al barro tuvo suerte de apoyar la mano en el extremo de las riendas y fue tirando al animal. Lo amarró en el horcón del corredor, se sacó el sombrero y el poncho y los colgó en un listón del techo. Entretanto Jacinta había desaparecido; el vaquero se limpió la cara y se sentó en el banco de adobes.

A la tormenta siguió el surazo, cuyo viento parecía atacar solamente la rodilla de Ovidio. Se levantó, casi se le rompieron los pantalones pegados a las piernas. Necesitaba lumbre y el calor de unas brasas. Se arremangó los pantalones hasta las rodillas y los exprimió.

En el patio el caballo temblaba, con la montura y los sobrepelos chorreando. Tendrá que llamarlas, tendrá que tocar la puerta. ¡Ay, mi rodilla! Andaba renqueando por el corredor, ningún sonido venía de la puerta entornada. ¿Se habrá lastimado ella también? ¡Este caballo!

Volvió a sentarse sobre los adobes, mirando los árboles del callejón y la falda del cerro. Bueno, ya es hora de que aparezcan. Al intentar levantarse sintió que su rodilla quería reventar. Apoyándose con las manos fue recorriendo en el asiento hasta la puerta. Ya iba a golpear cuando escuchó a las dos mujeres. ¿Despertaban de un sueño? ¿Por qué hablaban como dentro de sus bocas? Escuchó las palabras "perro", "castigo", "puerta", "este cajón" "cuidado". ¿Saldrá la vieja al fin? "Ya", "ya", ahora la voz de Jacinta cerca de la puerta. Al fin le pareció una voz dulce. Escuchó sus pasos. Si no aparece la vieja, mejor. Sonaron las hojas de la puerta. La vio luego parada delante de él, con las manos junto a la altura del pecho y sonriendo. Ovidio se llevó la mano a la rodilla, luego también sonrió: Me estoy muriendo de frío, ¿habrá fuego en la cocina? Ella sin decir nada se dirigió hacia los cueros y correas del corredor. Siguió adelante y se sentó en la penumbra, parecía fuera del espacio. Renació el humo. El vaquero se fue acercando. Primero su mano, luego la frente, el corazón, la rodilla sana y al final los pies, sintieron el calor del hogar como si pasara un límite definido de distintas temperaturas.

Se miraron. Ella levantó un tarro de agua para poner al fuego. ¿Y qué dice su madre? -preguntó él. ¿Mi madre? No, dice que no. Bueno, no importa; mañana sigo viaje. Jacinta pareció haber reprimido una palabra, siguió atizando el fuego. Se levantó para sacar un jarro, le echó vira-vira y azúcar y esperó a que hirviera el agua. Entonces llenó el jarro y se lo llevó a su madre.

Volvía la sensibilidad a la rodilla, soportó contento el dolor. Acercó los pies al fuego hasta que los pantalones comenzaron a quemarle. Quiso ver la herida. No había sangre, parecía una pelota brillante.

Jacinta volvió. No me puedo ir, dijo él mostrándole la rodilla. Si no es molestia, ¿podría prepararme una salmuera?

La noche había llegado sin hacerse notar. Ella atizaba el fuego y se quedaba mirando las brasas. ¿No se enojará su madre si yo me quedo? dijo él. Ella le alcanzó un jarro con salmuera. Ovidio comenzó a curarse. Podría pasar la noche junto a esta cocina. Pero no puedo sacar los sobrepelos de mi caballo pa taparme... ¿Qué diría su madre si ... ? Ya debe estar durmiendo, le cortó Jacinta levantándose para entrar al cuarto. Él siguió curándose. El patio se cerró como un negro muro. Sólo escuchaba el crepitar de las brasas, y los pasos adentro, algún objeto que era cambiado de lugar, una tos.
-¿Ya se durmió? -preguntó Ovidio.
Ella estaba otra vez junto al fogón, puso el jarro vacío junto a las ollas y dijo "sí", con un suspiro.
-Qué bien se está aquí -dijo él-. Yo le agradezco por todo, espero que no sea ninguna molestia.
Ella se paró sonriendo.
-¿Y no tiene hambre? Cocinaremos algo.
Cuando ya se servían el caldo con papas y fideo ella dijo:
-De mucho tiempo estoy comiendo un plato así. ¿Sabe? mi madre es muy aburrida; rara vez duerme a estas horas. Tengo que pasarme las noches cuidándola. Durante el día es peor, cuando ya me estoy cayendo de sueño ella me, llama por cualquier zoncera, y camino hago las cosas entre sueños. Nunca descanso.
-¿Pero, ella siempre está enferma?
-¿Enferma? Ella está muy grave -se puso sorber ruidosamente del plato asentado sobre sus rodillas.
¿Qué habrá querido decir? -pensó Ovidio-. ¿Qué su madre está loca? ¿O será una opa? Pobre Jacinta.
Ahora de aquí yo no me muevo. ¿Cómo voy a temerle la vieja? Pero ella sí le tenía miedo hasta que se durmió.
-¿Tuvo alguna enfermedad antes? -preguntó.
-¿Antes? -recibió el plato vacío de Ovidio para aumentarle-. Sí, hace algunos años tuvo una enfermedad. Desde entonces ya no es la misma. Si ella pudiera, hasta me amarrarla con cadenas -dio un largo suspiro y se acabó la tranquilidad.
-¿Y su padre? -dijo Ovidio.
No lo conoce. Dice que era comerciante, hace largos viajes. Yo tenía también dos hermanos, murieron ahogados al cruzar el Río Grande. Entonces mi padre se fue a la guerra y no volvió.
-Así que su madre se quedó sola con usted.
-Sí, pero desde hace algunos años, desde su enfermedad, ya no me deja vivir. Quiere que esté todo el tiempo junto a ella.
Ovidio notó que le caían lágrimas. La dejó llorar. Los minutos pasaban sin apuro. Ovidio se movió para avivar las brasas. Tal vez ya sería medianoche, quien sabe si se acercaba el amanecer, tan rápido se van los momentos felices.
-Jacinta -dijo poniéndose derecho-, quien iba a pensar que... Y ahora veo... Yo quiero casarme... Quiero que nos casemos.
-¿Casarse? -dijo ella, y luego, como si recordara a su madre y temiera despertarla, dijo-. Usted está loco. Mi madre no quiere. Yo tampoco, nunca. Mire usted el patio, pronto será de día y usted ni siquiera me ha dejado dormir -ladeó el cuerpo cubriéndose con una manta y apoyó la cabeza en la pared. Ovidio hizo que se acomodara entre los adobes y la ceniza.
Desde su asiento la contempló, luego miró hacia afuera, a través de cueros y correas, la tenue silueta de las montañas. No era el amanecer, sino la luna en el cielo despejado. Volvió al dulce sueño de Jacinta. A ratos parecía niña, hablar y compartir con un hombre no significaba nada para ella. Ni siquiera había descubierto su cuerpo. Parecía tan contenta de hablar con él mientras olvidó a la enferma. ¿Qué vida llevó encerrada con una vieja histerica? ¿Cuántas veces le pegaría, qué costumbres le enseñaría? Tal vez desde que murió el padre llevan luto, toda una vida de luto, como encerradas en un cajón, como muertas. ¿Cómo no va a reprimir cualquier idea de libertad, cómo no va a ocultar a la hembra en el rincón más prohibido? Sin embargo esta noche ha llorado delante de mí. Cuando amanezca me enfrentaré a la loca, a la enferma o lo que sea, y me iré con su hija.

Un temblor del cuerpo dormido sobresaltó a Ovidio. Jacinta siguió agitándose hasta el gemido, sin despertar. ¿Soñaba con su madre? La está llamando, se ha escuchado una voz adentro. ¿La despierto? No, se vuelve a tranquilizar. Que descanse...

El caballo comenzó a sacudirse y a zapatear, había entrado al corredor. Ovidio sintió un escalofrío, las brasas agonizaban en el hogar. No valía la pena avivarlas, se acercaba el día.

"Jacinta, hija". Ahora sí, esa es la voz demente. El caballo ha vuelto al patio. ¿Cómo está mi rodilla? Se levantó despacio, ¡podía estirar ambas piernas! Jacinta se agitaba. Ovidio se inclinó hacia ella cuando la claridad hizo su primer avance en el patio. Despertó, sentándose de inmediato. Creo que la llaman, dijo Ovidio; si quiere vamos juntos. Sin responder se levantó y fue hacia la puerta sacudiéndose el luto sucio de ceniza.

Los objetos del patio se coloreaban, el tiempo prometía un día espléndido. Con energía, casi ya sin renquear, Ovidio se acercó a la puerta y entró a ese ambiente donde aún no había llegado el día. Sintió un olor a comida descompuesta, no podía distinguir nada con la vista. Al escuchar una respiración agitada, se animó a decir:
- Señora, buenos días.
Le respondieron con monosílabos, luego una leve risa seca y, al final, como si la voz resonara en su mente, escuchó:
-¿Qué quiere?
-Yo he venido ayer, señora --comenzó Ovidio-, a proponerle un trato -sintió a su lado la presencia de Jacinta, se sentó junto a ella y siguió hablando a la oscuridad- Anoche hemos conversado con su hija...
-¡Y quién es usted?
-Me llamo Ovidio Luna, vaquero de Salsipuedes. Últimamente anduve por Mataral, y estaba de vuelta a mis pagos. Yo soy huérfano, ahora pienso quedarme en Paja Colorada porque...

El cuerpo del lado se contraía y temblaba. Distinguió el rostro blanquecino. Recorrió la vista a la esquina donde se suponía estaba la cama, pudo apreciar una forma alargada, como si la enferma estuviera recostada en un sillón. A duras penas se acercaba la claridad. No estaba loca sino enferma y postrada, quien sabe si a punto de morir.
-Señora --dijo entonces-, yo quiero casarme con su hija.
Jacinta saltó hacia la puerta, abriéndola de par en par. ¡No! ¡No! -decía acezando. Los gritos parecían golpear el ya débil entendimiento de Ovidio. Volvió la vista al rincón y los ojos se le nublaron al tiempo que, desde el cuero cabelludo, bañándole la frente y las sienes, bajó rápidamente un frío de piedra hasta cubrir todo su cuerpo.

Primero como a través de una niebla y luego con la limpidez de los primeros rayos del sol, vio que Jacinta metía los pies en el ataúd tendido, se acurrucó empujando los huesos cubiertos de trapos y acercó las manos infantiles al rostro seco. Luego de un momento, la loca estaba plácidamente dormida junto a los viejos restos de su madre.
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Manuel Vargas

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VIVIR ES EL ARTE DE ATRAVESAR ESPERANZAS. -R.M.J.