miércoles, 9 de marzo de 2011

La palabra perdida

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No sé cuánto habrá perdido mi vecino
en el ajuste de cuentas con sus amigos
y no quiero saber lo que todos saben
en materia de préstamos y saldos
—que por culpa de unos cuantos vivos
la llave del paraíso fue a parar
al fondo de un río desconocido.
Eché de menos la palabra perdida
a la hora de la dicha y del desencanto
porque al fin y al cabo salí ganando
lo que no tuve y lo que no podía tener.
Es mucha dosis digo para mi capote
quedar a la orilla del camino
sin deber un comino.
Poniéndose la mano al pecho
el novato en estas lides reconocería
la notoria ventaja de los hechos
que hablan por sí solos
que no necesitan registrar
el inestable perfil de los protagonistas
ni sus recodos cerrados por inventario.
En cambio a mí me asalta la sospecha
de haber hallado a la hija de la lagartija
durmiendo en el bolsillo de mi campera
a falta de una piedra caliente en la playa.
Rosalía —así la llamaban los muchachos
ayer se mudó de barrio sin meter bulla
soñando con aires nuevos en rotondas
calles y mercados conocidos por viejos.
Chueca o derecha Rosalía la bella
se fue sin decir para dónde.
Que yo recuerde al menos
nunca se vio por estos lados
a una joven e intacta lagartija
caminar con el garbo de una vampiresa
y mirar con esos ojos de profesora rural.
El vecino que la empleaba en su almacén
echó un vistazo a la mercadería. Luego habló
a calzón quitado con la madre de Rosalía
cada uno con su tajada —era lo que cabía
cuando la fruta se cayera de madura.
Se burlaron del subrepticio acuerdo
los galanes que nunca faltan
ni se pierden bocado gratis
en la coronación de las reinas.
Todos sabían lo que iba a pasar
menos la loca de Rosalía y yo. Eso lo noté
la última vez que hablamos en la pulpería.
Por eso mismo no pasó lo que podía pasar.
Yo había nacido en tiempos en que las
lagartijas eran preñadas por el viento.
Así que cuando le oí decir
en la tremolina nocturna
el huracán me confundió con su iguana
me pareció asistir al último milagro
que no merecían millones de incrédulos.
Agradecí a Rosalía por no ser uno del montón.
Ella me miró como suele mirar una lagartija
desde el fondo del mediodía
inmóvil en su reino de luz
sin el parpadeo de las sombras.
Entonces volví a pensar
en el tesoro que nunca tuve
algo grato para quien vino al mundo
a echar de menos la palabra perdida.
Cuando era mozo de hacha y raja
la busqué entre metales enterrados
seguí sus rastros en los carahuatales
hice lo que pude en lo duro y en lo oscuro
hasta descifrar en los camalotes del Pilcomayo
la biografía de los que la pronunciaron.
Me paré fatigado cuando descubrí
que las cosas perdidas van a parar
a un sitio seguro pero desconocido.
Donde se halla lo que se pierde.
Donde se pierde lo que se halla.
¿Es distinto lo idéntico a lo similar?
Me da lo mismo que se parezcan o no.
Echar de menos la palabra perdida
acompañado de una lagartija amiga
desata mi melancolía ovípara —ahora lo sé.
Y se lo dije a Rosalía cuando encontré
en el bolsillo de mi campera
la llave que nunca busqué.
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Jesús Urzagasti
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VIVIR ES EL ARTE DE ATRAVESAR ESPERANZAS. -R.M.J.