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CAPÍTULO I
Primeros recuerdos de mi infancia
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ROSITA, la linda encajera, cuya memoria conservan todavía1 algunos ancianos
de la villa de Oropesa2, que admiraron su peregrina hermosura, la
bondad de su carácter y las primorosas labores de sus manos, fue el ángel
tutelar de mi dichosa infancia. Su cariño, su ternura y solicitud maternales
eran sin límites para conmigo, y yo le daba siempre con gozo y verdadero
orgullo el dulce nombre de madre. Pero ella me llamó solamente “el niño”,
menos dos o tres veces en las que la palabra “hijo” se le escapó, como un
grito irresistible de la naturaleza, que parecía desgarrar de un modo muy
cruel sus entrañas.
Vivíamos solos en un cuarto o tienda del confín del Barrio de los Ricos,
hoy de Sucre, sin más puertas que la que daba a la calle y otra pequeña, de
una sola mano, en el rincón de la izquierda de la entrada. Una tarima, que
era nuestro estrado y servía de noche para hacer la cama; una larga mesa
sobre la que Rosita planchaba ropa fina de lino, albas y paños de altar; una
grande arca ennegrecida por el tiempo; dos silletas de brazos con asiento
y espaldar de cuero labrado; un banquito muy bajo y un brasero de hierro,
componían lo principal del mueblaje de la habitación. Las paredes,
pintadas de tierra amarilla, estaban decoradas de estampas groseramente
iluminadas, entre las que resaltaba una pintura original, obra de no muy
torpe como atrevida mano, que representaba la muerte de Atahualpa. En
la pared fronteriza a la puerta, como en sitio de preferencia, había además
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1. Comencé a escribir estas memorias en 1848. (N. del A.)
2. Antiguo nombre de la ciudad de Cochabamba. (N. del A.)
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un cuadro al óleo, de la Divina Pastora sentada, con manto azul, entre
dos cándidas ovejas, con el niño Jesús en las rodillas. La puertecita de la
izquierda conducía a un pequeño patio enteramente cerrado por elevadas
tapias, y en el que un sotechado servía de despensa y de cocina.
Rosita –no creo que me engañen mis recuerdos, ni que mi ternura
le preste ahora en mi imaginación encantos que no tenía–, era una joven
criolla tan bella como una perfecta andaluza, con larga, abundante y rizada
cabellera; ojos rasgados, brillantes como luceros; facciones muy regulares,
menos la nariz un tanto arremangada; boca de flor de granado; dientes
blanquísimos, menudos, apretados, como sólo pueden tenerlos las mujeres
indias de cuya sangre debían correr algunas gotas en sus venas; manos y
pies de hada; talle airoso y gentil que, sin el recato que observaba en todos
sus movimientos y la hacía presentarse un poco encogida, le hubiera envidiado
la mujer más presumida, esbelta y salerosa de la Península. Su voz,
que tomaba fácilmente todas las inflexiones de la pasión, era de ordinario
dulce y armoniosa como un arrullo. Había recibido, en fin, la educación
más esmerada que podía alcanzarse en aquel tiempo.
Vestía uniformemente basquiña de merino azul hasta cerca del tobillo;
jubón blanco de tela sencilla de algodón, muy bordado, con anchas
mangas que dejaban ver los brazos hasta el codo; mantilla de color más
oscuro, con franjas de pana negra, prendida con grueso alfiler de plata
Sus hermosos cabellos, recogidos en dos trenzas, volvían a unirse a media
espalda, anudados por una cinta de lana de vicuña con borlitas de colores.
Por todo adorno llevaba grandes aretes de oro en sus delicadas y diminutas
orejas y un anillo de marfil encasquillado, en el dedo meñique de la mano
izquierda. Sus pies calzados de medias listadas del mismo color predilecto
del vestido, se ocultaban en zapatitos de cuero embarnizado, con tacones
encarnados. Me parece que la veo y la oigo, ahora mismo con embeleso,
como acostumbraba al despertarme de mi tranquilo sueño. Limpia, aseada,
después de haberlo ordenado todo en nuestra habitación, está sentada
a la puerta, en su banquito, con la almohadilla de encajes por delante; pero
sus ágiles dedos se entorpecen poco a poco hasta abandonar lánguidamente
los palillos y se cruzan sobre una de sus rodillas; sus bellos ojos buscan
no sé qué en la parte de cielo que se descubre más allá de los techos de un
feo caserón del otro lado de la calle; canta a media voz para no interrumpir
mi sueño, en la lengua más tierna y expresiva del mundo, el yaraví de la
despedida del Inca Manco, tristísimo lamento dirigido al padre sol, de lo
alto de las montañas del último refugio, demandando la muerte para no
ver la eterna esclavitud de su raza; gotas del llanto que fluye sin sentirlo,
ruedan una tras otra por sus pálidas mejillas...
Pocas personas, se acercaban a nuestra humilde morada, y eran muy
contadas las que en ella penetraban. Criados de familias acomodadas y
mandaderos de los conventos daban desde la puerta algún recado, dejaban
allí mismo las labores que traían, o recibían las que habían sido ya hechas.
Algunas veces un caballero anciano de aspecto venerable, envuelto
en ancha capa de paño de San Fernando, con el sombrero calado hasta los
ojos y apoyado en un bastón de grueso puño y largo regatón de oro, llegaba
a la hora del crepúsculo, y llamando a Rosita con bondadoso acento, le
entregaba un bolsillo o un paquetito, que ella recibía besándole la mano,
aun cuando él tratase de impedirlo, despidiéndose al momento.
Sólo una tarde calurosa del mes de octubre, en que parecía muy cansado
de largo ejercicio, se dignó aceptar una silla, que nos apresuramos
a colocar al fresco en la acera, extendiendo a sus pies una manta de lana.
Estuvo hablando mucho tiempo con Rosita de la miseria que había sufrido
el país hacía dos años, en el de 1804, y la oyó hablar después en voz baja sin
interrumpirla más que con algunas preguntas. Cuando ella concluyó me
puso entre sus rodillas; me dejó admirar su bastón a mi gusto, mientras él
acariciaba mis cabellos, y murmuró dos o tres veces:
—Es una infamia..., ¡pobre Juanito!
La noche había cerrado muy oscura encapotándose el cielo de nubes,
cuando pensó en retirarse, y Rosita se empeñó y obtuvo de él que le acompañásemos
hasta su casa.
—Su merced se apoyará en mi hombro, y el niño irá alumbrando por
delante –le dijo, mandándome en seguida que encendiera un farolillo de
papel.
Tomamos así una desierta calle que cruzaba más arriba la nuestra, y
caminamos gran trecho a la izquierda, entre cercas y tapiales de huertas y
sembrados, hasta llegar a una puerta muy espaciosa, abierta en un largo
paredón, tras de una acequia, en cuyo puente esperaba un criado negro de
gigantesca estatura.
Detúvose allí el caballero, y dándome una palmadita en la mejilla, dijo
a mi madre:
—Hazle un buen mameluco y cómprale un muñeco para la Fiesta de
Todos los Santos; pero a condición de que aprenda la cartilla.
—Señor –contestó ella–, el mameluco se hará y también el muñeco,
que nadie ha de hacerlo mejor que yo. En cuanto a recomendarle la cartilla,
vuestra merced ignora todavía que el niño sabe ya leer casi de corrido,
en un libro muy gracioso que le ha regalado su buen maestro Fray Justo del
Santísimo Sacramento.
—¡Oiga! –repuso el noble anciano–, ¿conque este perillán promete
ser un hombre de provecho? Bien, hija mía; id con Dios, y no olvidéis que
esta puerta nunca estará cerrada para vosotros.
Y dichas estas palabras se entró por la puerta bendita precedido por el
criado que, entre tanto, había corrido a proveerse de una luz.
—¿Quién es? ¿por qué nos quiere así, y no huyes tú de él, madre,
como de otros caballeros? –pregunté entonces a Rosita que, tomándome
de la mano, procuraba ya volverse a pasos precipitados.
—Es –me contestó–, el padre de los desgraciados, el señor gobernador
–y me dijo en seguida su nombre venerado hoy mismo a pesar del odio
a la dominación española.
Era don Francisco de Viedma, que quiso fundar al morir, en aquella
quinta, un asilo para los huérfanos.
El padre agustino Fray Justo, mi oficioso maestro de lectura, venía dos
o tres veces por semana, con la capucha calada, los brazos cruzados sobre
el pecho, ocultas las manos en las mangas del hábito, con pasos ligeros y silenciosos,
como un fantasma; y se dejaba caer en la silla dispuesta siempre
al lado de la mesa para recibirle.
Era el hombre más extraordinario que he conocido en mi vida, y fue
por mucho tiempo un enigma impenetrable para mi inculto y grosero entendimiento.
Alto, seco, amarillo, con ojos como ascuas, muy movibles en
sus órbitas –a primera vista daba miedo. Mirándolo con más espacio, sus
nobles facciones muy regulares, su abultada y espaciosa frente coronada
de canas prematuras, infundían respeto. Cuando se le oía hablar, cuando
se podía penetrar algo de sus ideas y sentimientos, incomprensibles en
aquella época para espíritus vulgares, se llegaba a amarle con veneración.
Habitualmente melancólico y distraído, sabía mostrarse jovial con los humildes
y tenía momentos de expansión, en los que reía a carcajadas como
el tonto que se considera más dichoso en este valle de lágrimas.
Desplomado ya en su silla, extendía su larga y huesosa mano a Rosita,
que se acercaba a estrecharla entre las suyas y a besársela (cuando él no lo
estorbaba, lo que era raro) con cariño fraternal y sumisión religiosa. Hablaba
después en voz baja con ella; se enderezaba; la capucha se le caía a
las espaldas, y gritaba alegremente:
—¡Juanito, el Quijote! Vamos a reír, muchacho, de las aventuras del
caballero de la Triste Figura y de su escudero el gran gobernador de la
Ínsula Barataria.
Hojeaba el libro que yo le presentaba, y decía cosas cuyo sentido no
podía explicarme, como, por ejemplo:
—¡Oh, la aventura maravillosa y sin par de los batanes! ¿Será esto lo
que nos pasa con tantas cosas que se forja nuestra imaginación y tenemos
por verdaderas en las espesas tinieblas, en el misterio que nos rodean?
Y esta ínsula Barataria tan monótona y sumisa que llega a tener un buen
gobernador por burla ¿no se diría que es imagen de todo un mundo secuestrado
en provecho de lejanos señores?...
Su descarnado dedo señalaba una tras otra las palabras que yo leía en
alta voz, deteniéndose en aquellas que tardaba en descifrar o no pronunciaba
correctamente. Satisfecho de la lección, algunas veces, repetía las
palabras que oí a don Francisco de Viedma:
—Será un hombre de provecho.
Pero se interrumpía al punto con una sonora carcajada, y continuaba:
—¿Qué ha de ser, Dios mío? ¿qué puede ser aquí? ¿Cura? ¿fraile?
Sí, tú serás cura, Juanito; y harás bailar a los indios tambaleándose en las
procesiones. Habrá misas cantadas, alferazgos, entierros y casamientos;
engordarás hasta llegar quién sabe a canónigo; tu pobre madre dejará a lo
menos de encorvarse ante la almohadilla y el brasero, y... ¡vivirá!
Quedábase en seguida meditabundo, distraído, mirando sin ver los
ladrillos del pavimento o las negras vigas de la techumbre; mientras que
Rosita, estremecida antes más de una vez al oír sus discursos, absorta ahora
igualmente en sus pensamientos, fingía ocuparse tan sólo de su labor, o de
endulzar para él una bebida refrigerante de naranja o piña, que de antemano
estaba dispuesta en un pequeño cántaro de olorosa arcilla; y mientras
que yo continuaba la lectura, sin que ninguno de los dos celebrase entonces
la inmortal novela de Cervantes.
La voz de Rosita, o simplemente el ruido de sus pasos, cuando se
acercaba a ofrecerle la bebida, en ancho vaso de cristal adornado de flores,
ejercía sobre el Padre una fascinación irresistible. Volvía como de un
penoso sueño, iluminándose su amarillo semblante de inefable sonrisa; y
procuraba al momento disipar cualquiera impresión dolorosa o desagradable
que pudiera dejarnos al partir. Hablaba a Rosita de sus labores; de
una misteriosa alcancía que yo la vi una vez ocultar cuidadosamente en el
fondo del arca; me hacía barcos y globos de papel, o, plegando un pedazo
de éste de una manera ingeniosa, sacaba de un solo tijeretazo una cruz y
todos los instrumentos de la pasión del Salvador.
Un día quiso evocar recuerdos de un tiempo que debió ser mejor sin
duda; pero obtuvo un resultado enteramente contrario del que se proponía.
—¿Sabes, Juanito –comenzó a decir–, que tu madre ha sido mi hermana?
–Y dirigiéndose a ella, prosiguió–: ¿no recuerdas que tú aprendiste a
leer más pronto que este rapazuelo?
—¿Y cómo pudiera yo haberlo olvidado? Sabes tú..., Vuestra Paternidad
no ignora –balbuceó mi madre–, que en aquel tiempo pude haber
creído en la felicidad que sólo se encuentra en el cielo.
Y callaron entre ambos, no sin que llegase a mi oído un suspiro lastimero
de Fray Justo.
Muchos años después comprendí el inmenso dolor que debieron sufrir
entre ambos. Un día oí en Lima, al admirable poeta Olmedo, citar en
conversación una sentencia que decía encontrarse en un verso del Infierno
de Dante: “no hay mayor tormento que acordarse del tiempo feliz en
la miseria”, y el recuerdo de aquella escena, que me conmovió de niño,
oprimió mi corazón bajo la casaca de oficial de Granaderos a Caballo, de
Buenos Aires.
Otro amigo fiel, más asiduo, que nos visitaba todos los días, en las
horas que le permitía su trabajo, era el maestro cerrajero y herrador Alejo,
pariente yo no sé en qué grado de mi madre. Cobrizo, de más que mediana
estatura, fornido, de cabeza al parecer pequeña enclavada en un cuello de
toro; ancho de pechos y un tanto cargado de espaldas, con manos y pies
descomunales, parecía la personificación de la fuerza, y la tenía realmente
proverbial en la villa. Pero su semblante, de ordinario tranquilo, sus ojos
de ingenuo y franco mirar, revelaban un alma naturalmente bondadosa,
a no ser que los animase la cólera, en cuyo caso tomaban una expresión
bestial, espantosa.
Su traje semejante al de la generalidad de los mestizos, estaba mejor
cuidado y era de telas menos groseras. Usaba sombrero de copa redonda
y anchas alas, chaqueta de pana enteramente abierta, mostrando la camisa
de tocuyo del país nunca abrochada al cuello, como si éste no lo consintiese;
calzón de cordellate, sujeto por faja de lana colorada con largos flecos;
gruesos zapatos de los llamados rusos, que parecían incomodarle siempre.
Hablaba castellano sin estropearlo demasiado; pero prefería el quéchua
siempre que lo hablase también su interlocutor o fuese éste alguno de sus
iguales. Llamaba “la niña” a Rosita y la adoraba como a una santa. Su condescendencia
conmigo llegaba a irritar en ocasiones hasta a esa santa, a mi
cariñosa madre. Muchas veces le dijo a ella:
—¡Qué hermosa eres, niña mía! Si quisieras hacerte retratar harían un
cuadro como el de tu Divina Pastora.
Y hablando de mí agregaba:
—Déjale en paz. ¡Que corra por los campos de Dios! ¡que brinque y
grite y se suba a los árboles! Yo no sé cómo tú misma no le acompañas en
sus juegos, cuando yo más viejo que tú, le enseño travesuras y las hago con
él.
Si oía cantar a Rosita, se quedaba estático, abriendo la boca, como
acostumbran todas las gentes sencillas cuando concentran su atención en
alguna cosa. Mil veces se hizo repetir los versos de la despedida del Inca, o
de algún fragmento del Ollantay sin conseguir nunca retenerlos por completo
en la memoria. Confesaba humildemente su torpeza. No se obstinaba
en sostener sus juicios u opiniones, cuando alguna persona querida
los refutaba con calma y dulzura, y comprendiese o no los razonamientos
contrarios, parecía quedarse convencido, diciendo: “bueno..., ¡ahí está!”
Todo esto no quiere decir, empero, que dejase de tener, si así convenía a
sus intereses, la astucia y socarronería que suelen distinguir en alto grado
hasta a los indígenas embrutecidos.
Mi madre que no quería que yo saliese, ni me ocupaba en ningún mandado,
me permitía a veces pasearme con él. Una tarde me llevó a los toros
del Patrono San Sebastián. Terminado el espectáculo, que entonces me
divirtió y que después me ha parecido grotesco y repugnante por demás,
subimos la suave pendiente del cerrito que se eleva sobre la plaza de aquel
nombre. Me compró un cartucho de confites en las tolderías de refrescos
que allí se ponían, y me condujo después algunos pasos más arriba, donde
me señaló una planta espinosa, diciéndome estas palabras misteriosas:
—Allí pusieron su brazo derecho. La abuela lo vio sobre un palo y se
quedó desmayada. Lo quería mucho; por eso me hizo poner su nombre.
Pero, al ver el asombro con que yo lo miraba, creyó que hacía alguna
torpeza, y tomándome de la mano, para alejarse precipitadamente conmigo,
añadió:
—No le cuentes esto que te he dicho a la niña Rosita, ni me preguntes
ya nada, porque sólo he querido asustarte.
Algunas infelices mujeres vestidas de tosca bayeta del país, descalzas,
desgreñadas, venían, por último, a ayudar a Rosita en alguna labor sencilla
o el cuidado de la casa, y nunca salían de ésta sin bendecir a “la niña”, que
era, decían, tan bella y buena como la santa limeña cuyo nombre llevaba.
Sólo recuerdo yo el de una de ellas: María Francisca. Más tarde comprendí
que, pobres como éramos, viviendo del trabajo diario de mi madre,
enseñados a leer por oficioso maestro, podíamos considerarnos, respecto
a las comodidades materiales y al cultivo de la inteligencia, mil veces más
afortunados que la gran masa del pueblo, compuesta de indios y mestizos.
Los únicos felices a su manera, debieron ser los españoles y algunos criollos,
que se contentaban con vegetar en la indolencia, durante “los buenos
tiempos del rey nuestro señor”.
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Nataniel Aguirre
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Para ler la novela completa a partir de la página 14
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