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Aquella muchacha punk, que se atravesó en mi vida una tarde de verano ardiente, estaba sentada en el centro comercial de Estocolmo, justo en la grada de acceso a una tienda de ropas, donde yo, ignorando su presencia, me acerqué a preguntar el precio de una chaqueta que exhibían en el escaparate.
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La punk me miró con los ojos color de cielo despejado, luciendo un tupé con franjas verdes y rojas, rapadas a puntas de navaja. Me hice a un costado y traté de sortear el paso, pero ella me detuvo del brazo y se levantó de la grada.
-¿Qué quieres? -le dije, intentando mirar la pequeña barra metálica atravesada en su lengua.
-Me gustas -dijo con voz suave pero firme. Aplastó la colilla del cigarrillo con la puntera metálica de sus botines de caña alta, y agregó - Si prefieres, nos vamos a mi apartamento. Quedé perplejo, sin saber qué contestar, pero midiendo la seriedad de sus palabras. La punk me tomó de la mano, me enseñó el camino con sus pasos y me condujo por una calle inundada de tiendas y autos.
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Yo le revelé mi nombre y ella el suyo. Así caminamos dos cuadras, mientras algunos peatones, al vernos pasar, lanzaban una mirada de curiosidad, atraídos por el tintineo de los aros que ella llevaba en las orejas, la nariz, los labios, las cejas, los brazos y el cuello.
-Aquí vivo -dijo, enseñándome la puerta de un edificio ubicado en pleno centro de la ciudad.
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Cuando entramos en el apartamento, de un dormitorio, baño y cocina, me enfrenté a una colección de símbolos fálicos y estatuillas eróticas de origen africano. Nos quitamos los zapatos en el zaguán, sin mirarnos ni hablarnos. Ella puso música de Pink Floyd y entró en la cocina, donde sirvió una copa de Martini haciendo chocar los cristales contra los metales de su cuerpo. Me senté en el sillón tapizado en cuero, mirando la sobria decoración del cuarto, enmarcado por un sofá, una cama de cabecera alta, una sencilla estantería de madera lacada y una vitrina que lucía estatuillas de greda, madera y pedernal, cuyos motivos representaban una libertad sexual para mí hasta entonces desconocida. Las paredes estaban decoradas con una serie de cuadros y grabados de origen oriental. El piso, desde la puerta hasta la cama, tenía una alfombra persa, donde sobresalía el relieve de una mujer desnuda, quien, abrazada al pescuezo de un cisne de alas desplegadas, volaba por encima de un mar en llamas. La punk se me acercó, moviéndose al compás de la música. Me alcanzó la copa de Martini y empezó a despojarse de su chaqueta de cuero negro. Aflojó su cinturón con hebilla metálica y se quitó los jeans andrajosos, que descubrían una parte de las nalgas y otra parte de las rodillas. Al final se quitó la malla que parecía una telaraña y los calzones que apenas le cubrían el pubis depilado como sus axilas. Le miré el ombligo y los pezones atravesados por unos aros no más grandes que una moneda de cincuenta centavos. Ella se paseó por el dormitorio, mirándome por el rabillo del ojo, hasta que se dejó caer sobre la cama, las manos en la nuca y las piernas extendidas. Me levanté del sillón y, sintiendo que la temperatura del amor se apoderaba de mi cuerpo, me desvestí sin pensar en otra cosa que en practicar la misma posición que enseñaba la estatuilla africana, donde la mujer estaba en posición de cuatro, mientras el hombre la acometía por detrás, sujetándola por la cintura. Arrojé las ropas sobre el sillón y me acerqué hacia la punk, dispuesto a concretar mi fantasía. Pero ella, tendida todavía de espaldas, dobló las rodillas y abrió las piernas a la luz del día. Fue entonces cuando pude constatar que el tintineo metálico no sólo provenía de los aros que ella cargaba en la cara, el cuello y los brazos, sino también de los aros de oro atravesados en los labios de su sexo. Ella me apretó contra sus senos y me encendió el fuego del amor con sus besos. Yo ensarté mis dedos en los aros pendientes de su sexo y le quemé con mi aliento, hasta que ella, lanzando gemidos y tintineando como la vitrina de un joyero, pidió que la penetrara con violencia moderada. Me miró a través del espeso rimel de sus pestañas y me clavó sus afiladas uñas en la espalda. Me moví al ritmo que ella controlaba con el meneo de sus caderas y le mordisqueé los pezones acomodados a la altura de mi boca. Después se retorció arrastrando las sábanas y lanzó un grito que rodó por la alfombra persa. Yo caí rendido entre sus brazos y la música de Pink Floyd calló en el estéreo.
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Esa misma tarde comprendí que la libertad sexual de la punk, quien aprendió a explicar con el cuerpo lo que no podía hacerlo con palabras, era algo más que una simple aventura amorosa, pues desde el día en que nos conocimos por casualidad en el centro comercial de Estocolmo, nos seguimos amando de una y mil maneras, hasta que ella desapareció misteriosamente de la ciudad, sin dejarme otro recuerdo que los tintineos de sus aros de oro, que noche tras noche me persiguen en los sueños. .
..........................................................................................................................................................................Víctor Montoya
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