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El muerto cayó de cabeza, con un ramo de margaritas amarillas- pero no se lastimó la cabeza.
Yo le pregunté si le dolía la cabeza, y él me dijo:
-Me llamo Santiago de Machaca; tengo cincuenta años, y he nacido en San Andrés de Machaca. Conozco el lago como la palma de mi mano, y he navegado toda mi vida. Pero ahora tengo hambre. Si no me das pan y chancaca, yo te rompo la camba calavera.
Y luego le dije:
-Sé que no solo estás muerto, sino que estás muerto de hambre.
-No sólo estoy muerto de hambre –me dijo él-, sino que estoy más muerto que vivo. La fiebre exantemática me ha llevado a la tumba, pero no ha podido matarme. Hace tres años me llevaron al hospital, y a los pocos días, el médico me dijo que estaba muerto; y después me llevaron a la morgue, y después me enterraron. La fiebre exantemática es la cosa más rara; lleva a la tumba, pero no mata.
Santiago de Machaca devoró el pan y la chancaca; y de pronto, buscó entre sus ropas, y sacó un piojo del tamaño de un moscardón.
Me lo mostró y dijo:
-Ahora ya ves; éste es el piojo; no te asustes. Este piojo lleva a la tumba, pero no mata
-Si tú lo dices, así será –le dije yo– Pero cualquiera se asusta al ver un piojo tan grande.
-Son tus nervios –dijo él-. La cosa es que el piojo nunca deja de crecer. Este piojo, por ejemplo, era casi invisible, pero ha crecido a mi costilla. Dentro de poco, será más grande que yo. Dentro de un año, será más grande que una casa. Dentro de dos años, será más grande que la Garita de Lima.
-¿Y por qué no lo matas? –pregunté yo.
-Por una sola razón –repuso él- . La cosa es que si lo mato, muero yo.
Es cierto que este piojo crece a mi costilla; pero también es cierto que yo vivo a su costilla.
Santiago de Machaca guardó el piojo y dijo:
-Así es la vida. Uno se acostumbra. En la tumba tengo otros dos piojos; el uno se llama Pío, y el otro Venancio. La tumba es muy solitaria, y ellos me acompañan. El que yo guardo no está bautizado todavía, pero yo lo llamo Pedro. El piojo que me contagió se llama Bautista y era sano y fuerte, pero los enfermos le echaron ácido y, lo mataron. Bajo mi cama había un piojo negro, que dormía todo el día, y que murió de hambre. Le gustaba chupar sangre, pero nadie le daba pan ni chancaca.
-Yo sabía que los piojos comían pan y chancaca –dije yo.
-Los piojos comen de todo –declaró él-. Y para que veas lo que son las cosas te contaré que el barchilón del regimiento que estaba acantonado en Guaqui, odiaba a los piojos y los quemaba con gasolina; y en una de esas aparecieron millones de piojos y se lo comieron vivo
-Pobre barchilón –dije yo-. Es un mártir. Yo no sé qué hacen los piojos en este mundo. Ese barchilón hacía bien en quemarlos. Merece un monumento.
-Tranquilízate –dijo él -. A ese famoso barchilón le han hecho ya un monumento, y lo han declarado héroe. Y hoy en día, los piojos han dejado de ser una plaga, y la fiebre exantemática está de capa caída. Qué más quieres. Pero ahora ya empieza a dolerme la cabeza, y me arden los ojos. La caída con un ramo de margaritas amarillas ha sido brutal. Ya me voy. Menos mal que el Pío y el Venancio me esperan en la tumba; el Pedro es testigo, y el Bautista me protege. Gracias a ellos, yo muero en el hospital, y vivo en la tumba.
Santiago de Machaca me miró con aire ausente, y se alejó.
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Ni pensar en los piojos que viven en la tumba y que acompañan a Santiago de Machaca.
No saben quiénes son ni saben lo que hacen – y por eso no matan, no obstante que llevan a la tumba.
A mí se me figura que el Pío se acurruca en un rincón, y el Venancio no se mueve; el Pedro sale del cuerpo de Santiago de Machaca se me aparece entre sueños; y yo diría que no se me encuentra en la tumba, sino en algún lugar de su cuerpo.
Y aún me atrevería a afirmar que Santiago de Machaca no tiene tumba.
-Pues en definitiva, es un muerto muy raro. ¿Quién es Santiago de Machaca? –resulta un poco difícil responder a esta pregunta. Pero una cosa es cierta: Santiago de Machaca es un errante que vaga furtivamente por la ciudad, y que solo se deja ver al filo de la tarde, en medio de las sombras, cuando se detiene en la Garita de Lima, y cuando se queda mirando a las gentes.
Santiago de Machaca es alto y flaco, encorvado, con perfil de cóndor, voz que retumba en su garganta, ojos pequeños y pómulos salientes.
Lleva un saco de cuero, pantalón de lona y enormes zapatos, con herrajes y clavos. Un sombrero de paja, redondo y de anchas alas, cubre su cabeza.
Alguna vez, Santiago de Machaca viaja al altiplano, al lago, a Puerto Pérez. Lleva encargos, se pone al habla con los indios y con los navegantes, y trae encargos.
Es entendido en minería y experto en soldadura autógena, y maneja ponchos de vicuña, finos aguayos y colchas de alpaca, pero no hace negocio.
Solamente vende y trabaja porque le gusta.
Muchas veces va al hospital, y entra sigilosamente a la morgue; se repantiga sobre las mesas de calamina, y habla con los muertos.
Y después cruza oscuros patios y zaguanes, sube por los graderíos, atraviesa largos corredores, se desliza por carcomidas canaletas, y se interna en lóbregos canchones; y después roba cadáveres, y los regala a los estudiantes.
Con alguna frecuencia, Santiago de Machaca se olvida de que está muerto y va a la recova a comer un buen plato; y de repente se siente desfallecer y se llena de espanto creyendo que está vivo
Santiago de Machaca sabe muy bien que está muerto; y por idéntica razón, le causa terror sentirse vivo.
A veces lo veía en la calle y me encontraba con él, y en una de esas le dije:
-Yo te conozco, pero no sé quién eres. Ya sé que vives en la tumba, pero no sé dónde está.
Santiago de Machaca me miró sorprendido, y me dijo:
-Qué raro. Yo tampoco sé quién soy, pero se que la tumba está en todas partes. Todos viven en la tumba, pero nadie sabe dónde está. Yo tengo un pariente en la isla de la Luna, y me ha dicho que la tumba no existe, sino que está en el lugar donde uno vive. Y yo vivo en la tumba. Y ahora te digo que la fiebre exantemática me inspira respeto porque me ha enseñado a conocer la tumba. Pero no niego que mi vida en la tumba es muy triste.
-¿Y por qué no te escapas de la tumba? –le pregunté yo.
-Eso sí que no puedo –dijo él-. Si me escapo de la tumba, no tendría dónde ir, y tendría que morir.
-¿ Y acaso no estás muerto?
-Estoy muerto, y sé muy bien que estoy muerto; pero la cosa es que en la tumba estoy vivo. El mundo es un misterio. Hay una estrella allá arriba, que solo aparece cuando yo la miro, y que tiene una luz azul. Esa estrella no es un misterio.
-Me sorprende –dije yo-. Se ve que realmente estás muerto, y que tienes motivos para conocer las estrellas.
-Así es –dijo él-. Pero lo malo es acostumbrarse a morir y a vivir. Lo malo es acostumbrarse a sufrir y a buscar. La costumbre es el peor enemigo del hombre. La muerte deja de ser mundo, cuando se vuelve una costumbre. Para librarme de la costumbre, yo hablo con una vieja, que tiene más de cien años, y que me conoce hace mucho tiempo. Yo estoy yendo a verla; si quieres, te llevo.
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Santiago de Machaca partió a paso vivo, y yo lo seguí.
Atravesamos calles y plazuelas, callejones, basurales y arboledas, puentes y espacios con olor a barro y a humo, y al cabo llegamos a un cerro oscuro, en las faldas de El Alto.
Santiago de Machaca se detuvo ante una casa de adobe, y tocó la puerta.
Apareció una vieja, y nos hizo entrar. Era enana y cadavérica, con ojos hundidos y nariz afilada, negro mantón y falda del mismo color, que le llegaba hasta los talones.
Santiago de Machaca la saludó, y le dijo:
-No te asustes; no te enojes. Ya es de noche, y vengo con un amigo.
Se sentó en un poyo, y yo a su lado. La vieja nos miró, y dijo:
-No me susto; no me enojo. Pero es de noche, y vienes con un desconocido. Hay ladrones, y yo no tengo plata. No hay tiempo, y yo tengo que ir.
-Así diciendo, la vieja se sentó junto al brasero, y guardó silencio.
Santiago de Machaca vaciló un momento, y con tono conciliador le dijo:
-No te molestes, señora Natividad. Yo siempre quiero verte, y siento una gran alegría cuando te veo. Hace tiempo que quería saludarte, y ahora he venido. Puedes reñirme, puedes aconsejarme y puedes condenarme, porque tienes derecho. Pero no puedes botarme de tu casa, eso nunca, porque yo soy como tu hijo. Yo he viajado con motivo de negocios, y tus parientes me han encargado que te salude. El Andrés sigue viajando a Puerto Acosta, y el Filiberto ha tenido una pelea en Santiago de Huata, y el postillón no ha podido llevar la correspondencia. El Francisco le ha quitado su sombrero al cura, y el cura se ha resentido, y no lo ha querido bautizar al hijo del Zenón.
-Siempre es así – dijo la vieja -. El Francisco me ha mandado la plata, y me han dicho que el Filiberto no quiere revocar las tumbas en miniatura.
-El Filiberto está engreído – declaró Santiago de Machaca -. Le han rogado y le han llorado, pero él se ríe de todo. Las tumbas en miniatura se han derrumbado, y sigue lloviendo
-Ve pero – dijo la vieja.
-El corregidor ha renegado – prosiguió Santiago de Machaca-, y para hacerse respetar, ha escrito una carta. Muchos vecinos se han emborrachado, y han maldecido, y se han votado al suelo, y han querido meter fuego a la casa del Filiberto.
-Razón tienen los vecinos –declaró la vieja-, y están en su derecho. Saben que en las tumbas en miniatura duermen los inocentes. Yo voy a ir a Jesús de Machaca, y voy a reclamar. Yo voy a hablar con el cura, y le voy a dar plata. El Zenón es mi nieto, y su hijo es mi bisnieto, y tienen que bautizarlo. Yo quiero que se llame Facundo.
-Bonito nombre –dijo Santiago de Machaca-. Pero el hijo del Zenón no es tan bonito. Tiene ojos de sapo y cara de diablo. Y además, ha nacido sin orejas y sin manos.
-Eso no importa – dijo la vieja-. Las orejas y las manos crecen con el tiempo. Yo te he visto nacer, y me asusté, porque no tenías cabeza. Y con el tiempo te creció. El Sebastián nació sin brazos, y con el tiempo le crecieron. Todo crece, con el tiempo. Cuando vayas al lago, hablas con el Zenón, y le dices que me espere. Yo te voy a llevar camisa y zapatos a su hijo.
-Par Carnaval voy a ir, y le voy a decir -dijo Santiago de Machaca-. Y también le voy a decir que no se preocupe, y que las orejas y las manos crecen con el tiempo. Y le voy a decir que su hijo tiene que llamarse Facundo, y que ese es un bonito nombre.
-Así le dices -dijo la vieja-. Yo te conozco y te estimo eres honrado y nunca mientes, y te voy a regalar para que te compres. Y te voy a dar cigarros, para que fumes a mi nombre.
-Y yo me voy a comprar salteñas, para comer a tu nombre -dijo Santiago de Machaca-. Pero ahora hay una cosa: este señor es mi amigo, y yo quisiera invitarle una copa. ¿No tienes alcohol?
-Tengo una lata- repuso la vieja-, y yo también quiero una copa.
Sacó la lata, hizo una mezcla, y sirvió tres tres copas. Y lugo bebimos.
-Hace frio- dije yo-. La señora Natividad es muy amable.
-Yo siempre tengo alcohol- declaró ella-. El alcohol tonifica; yo tengo más de cien años, y sigo tomando. El alcohol quema las tripas pero alarga la vida. Mi padre tomaba cuatro botellas por día, y murió a la edad de ciento veinte años. Yo he nacido en Guaqui, y hace ochenta años que vivo en La Paz, pero siempre voy a mi pueblo. El Santiago me conoce, y yo lo quiero como a un hijo.
-Gracias a dios -dijo Santiago de Machaca-, la señora Natividad me estima mucho; yo le tengo veneración, y siempre vengo a verla. Ella me riñe, me amonesta y me critica y me enseña a ser gente. Pero algo me ha visto nacer.
-Yo sé muchas cosas -dijo la señora Natividad-. El Santiago ha estudiado en los colegios, ha ido a las universidades, y habla mejor que un doctor, pero nunca ha querido ser doctor.
- Así es -asintió Santiago de Machaca-. Yo nunca he querido ser doctor. Yo siempre he sido indio.
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Una tarde, cuando yo caminaba por la calle Max Paredes, en busca de alguna botica que me despachara una receta urgente, Santiago de Machaca apareció de pronto, y se me acercó y me dijo:
-Yo tengo buena vista. A tres cuadras te divisé, y ahora te doy alcance. Un amigo es un amigo; te invito a tomar una copa.
-Una copa jamás cae mal -declaré yo-. Acepto, pero antes, quisiera encontrar una botica que me despache una receta urgente. Es lástima, pero son muy contadas las boticas que disponen de la substancia que precisamente yo necesito.
-Claro -dijo él-. Ya se sabe: un poco de cocaína. Pero no te aflijas. Yo tengo la solución. En la calle Sebastián de Segurola hay una gran botica, y el dueño me conoce. Yo siempre le traigo un montón de hierbas raras, que no se consiguen así nomás y él las empaqueta y las vende a precio de oro. Vamos. Yo respondo.
Así decidiendo, Santiago de Machaca me llevó a una botica que, efectivamente era muy grande, con piso de cemento y frascos de todo color.
Nos atendió un señor, de aspecto truculento; y gracias a la intercesión de Santiago de Machaca me despachó la receta.
Y ahora nos encaminamos a una chingana que éste conocía, y que quedaba en la calle Venancio Burgoa-una chingana lóbrega y silenciosa como una tumba.
Santiago de Machaca pidió una botella de pisco; sirvió dos copas, y empezamos a beber.
Y de pronto dijo:
-Te voy a comunicar una cosa. Yo tengo una mujer, muy triste y muy rara; yo la quiero y la respeto, y hace dos años que la conozco. Se llama Rosa Quevedo, y trabaja en una fábrica de camisas. Pero lo que me da pena es que ella no me estima, y eso que yo le doy oro en polvo.
-¡Oro en polvo! -exclamé yo asombrado-. ¿Y de dónde sacas oro en polvo?
Por toda respuesta, Santiago de Machaca extrajo un frasquito de su bolsillo, y me lo mostró. Tendría unos cuatro centímetros de alto por dos de diámetro, y contenía un polvo metálico que brilla con reflejos áureos, y que seguramente era oro.
Yo dudé un momento, y le dije:
-Francamente, estoy desconcertado. ¿Será realmente oro lo que hay en este frasco?
-No lo dudes -repuso él con tono áspero-. Es oro puro, es oro en polvo. Y para que veas que yo no miento, ni soy un falsario, te regalo el frasco. Mañana vas a una joyería, y lo vendes. Deben ser unos veinte gramos, más o menos.
-Es sencillamente increíble –dije yo-. Imagínate, tú me regalas de buenas a primeras veinte gramos de oro en polvo, como si nada. En realidad, yo no puedo aceptar tu regalo. Lo has hecho llevado por el amor propio.
-No hay tal –replicó él-. Es solo una muestra de afecto, de aprecio. Además, yo tengo un lavadero en algún lugar de Rio Abajo; y en las arenas de ese lavadero se encuentra una riqueza inmensa. Nadie lo conoce; es un secreto mío. Yo voy y lavo, de vez en cuando, y regreso con una buena cantidadcita. Si yo quisiera, me compraría casas, autos y camiones, y viviría como príncipe; pero, en realidad no podría hacerlo, por más que quisiera, ya que mi situación, grave y difícil en esta vida y en este mundo, me lo impediría. Ya me veo, yo dándome una gran vida, cuando ni siquiera puedo comer un plato de comida en la recova, y cuando me asusto al solo pensar que estoy vivo. Esto de vivir una vida en la muerte, y ésto de morir una muerte en la vida, es muy grave.
Santiago de Machaca hizo una pausa. Bebió su copa, y luego dijo:
-Más bien quisiera pedirte un favor. Un favor de amigo. Quisiera que la busques a la Rosa Quevedo y hables con ella. Quisiera que me hagas este favor, si no es abusar de tu bondad.
La confianza que depositaba Santiago de Machaca en mi persona me conmovió.
-Yo encantado de servir a un amigo –le dije-. La misión que me encomiendas me enaltece, y trataré de cumplirla en la mejor forma posible. ¿Y qué le digo?
-Precisamente, quisiera ponerte en antecedentes, para que sepas a qué atenerte –me dijo-. Lo que pasa es que la Rosa tiene veinte cinco años, y por lo tanto es mucho menor que yo, que tengo cincuenta años. Por otra parte, esta diferencia de edad no es cosa del otro mundo. Hay viejos de ochenta años que se casan con chicas de veinte. En realidad, lo que me extraña es la actitud de la Rosa; la Rosa me mira con recelo; y habría que influir en su ánimo, para que cambie de actitud. Por ejemplo, si ella ve que tú me estimas, seguro que cambia d actitud.
-Comprendo –le dije-. Haría que trabajar en el plano psicológico. Todo es cuestión de táctica psicológica.
-Así es la cosa –admitió él-. Y ahora te diré que es cuestión de vida o muerte para mí. Una bruja famosa, temible por sus hechizas y encantamientos, me ha dicho que la única persona que puede arrancarme de la tumba es la Rosa. Y me ha dicho que la Rosa es un ser misterioso, y que mi destino depende de ella.
-Son cosas realmente inquietantes –observé yo.
-Así es –dijo él-. Ahora ponte la mano al pecho, y dime si no tengo razón en afligirme y atormentarme, al ver que Rosa, durante los últimos tiempos, ha cambiado terriblemente, y ha empezado a mirarme con malignidad. Y ahora ya puedes comprender por qué te ruego que hables con ella, y me ayudes en un asunto que es de vida o muerte para mí. En fin, yo quisiera que le digas toda la verdad, de una vez por todas. Si se asusta, allá ella. Quiere decir que no tiene espíritu, y que no es ningún ser misterioso.
-Cuenta conmigo –le dije yo-. Comprendo perfectamente tu situación, y me emplearé a fondo para remediar el conflicto. Mañana mismo yo voy y me pongo al habla con la señorita Quevedo. Y ya vamos a ver lo que dice.
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El día siguiente, busqué a la señorita Pasa Quevedo, hale con ella
Vivía con sus padres y sus abuelos, en una vieja casa de la calle Illampu, en un hogar muy humilde, pero limpio, con olor a eucalipto y a telas guardadas.
Me recibió en la sala, un recinto grande y frío, con paredes cacarañadas y tumbado cubierto de lamparones, con oleografías y almanaques por aquí y por allá, una alfombra con remiendos de cotense y sillas y sillones que se caían en pedazos
La señorita Quevedo era alta y morena, con frente estrecha y ojos oblicuos, nariz aguileña y gesto hermético.
En realidad era muy simpática, muy cordial, con sencilla blusa de piqué y mirada triste, voz extrañamente profunda y largo cabello negro.
Me ofreció un sillón, y yo fui directamente al grano –le dije que quería hablar sobre ciertos asuntos, de trascendental importancia, que se relacionaban con Santiago de Machaca – ella se ruborizó.
Luego le dije:
-Ante todo, debo informarle que yo he venido por encargo de Santiago de Machaca; él me ha enviado. Santiago de Machaca sabe muy bien hasta qué punto lo estimo; y por eso mismo me ha encomendado la delicada misión de hablar con usted. La verdad es que Santiago de Machaca está en peligro, y usted no debería alejarse de él.
La señorita Quevedo me miró fijamente, y de pronto dijo.
-Yo no sé, pero usted que lo conoce y que es amigo suyo, tiene que haberse dado cuenta de que la vida de Santiago de Machaca es u n misterio; el mismo Santiago de Machaca es un misterio. Yo soy una pobre mujer que se gana el pan honradamente, trabajando día y noche, y no quiero mezclarme en cosas que me intranquilizan, que me asustan y me quitan el sueño. Yo le voy a decir que Santiago de Machaca me trae oro y me obliga a que se lo acepte, pero yo no toco ese oro, sino que se lo guardo para devolvérselo en la primera oportunidad.
-Ya veo –dije yo-. Pero al margen de tales cuestiones, lo que pasa es que el destino de Santiago de Machaca, es decir, la vida y la muerte de Santiago de Machaca, dependen de usted. Si usted supiera la verdadera verdad, si usted supiera realmente lo que le pasa, seguramente cambiaría de actitud.
-Es que no se puede –dijo ella con mal disimulado ira-. Las cosas son así, y nadie las puede cambiar. Tal vez por mi culpa Santiago de Machaca se ha forjado ilusiones y ha tomado las cosas demasiado enserio, pero ahora basta. En realidad, yo estoy de novia.
En este momento irrumpió en la sala un viejo, con gorro de lana y abrigo hecho girones; se encaró conmigo y me miró de una pieza, y de repente exclamó:
-¡Le dan nomás por el poto, tac-tac barrigona! ¡Mi nieta Rosa es ladrona, tac-tac barrigona!
La señorita Quevedo se levantó de un salto; y sin más tramite, agarró por el brazo al viejo y lo sacó de la sala. Y luego de cerrar la puerta, visiblemente avergonzada me dijo:
-Usted disculpe; es mi abuelo, y tiene sus ocurrencias. Mejor dicho, está un poco chiflado.
-Simpático caballero –dije yo-. Los abuelos tienen siempre sus ocurrencias, imagínese. Un abuelo alegra y dulcifica la vida. Pero volviendo al tema que nos ocupa, yo le diré que estoy muy preocupado. Muy entristecido. Como usted dice, la vida de Santiago de Machaca es un misterio, y el propio Santiago de Machaca es un misterio; pero usted supiera cuál es el carácter de este misterio, no tendría más remedio que condolerse de él. Lo único que yo le puedo decir es que tiene mucho que ver con la muerte. Con la tumba
La señorita Quevedo se me quedó mirando. Estaba completamente inmóvil.
Y de pronto preguntó
-¿Y cuál es ese misterio?
-Se lo voy a decir –declaré yo-. Al fin y al cabo, para eso he venido. Y se lo diré en dos palabras. Santiago de Machaca vive en la tumba. Esta muerto, y al mismo tiempo está vivo. En todo caso, quiero puntualizar claramente lo siguiente: la única persona que puede arrancarlo de la tumba es usted. Está escrito.
-¡Pero eso es atroz! –exclamó ella con espanto-. ¡Ahora veo, Santiago de Machaca está endemoniado! Yo le suplico; yo le imploro; sálveme del endemoniado. Dígale que no me ha encontrado. Dígale que he viajado. Deme tiempo para irme, para uir y desaparecer.
La señorita Quevedo salió precipitadamente y al cabo regresó, con un pequeño envoltorio entre sus manos. Me lo dio, y me dijo:
-Entréguele esto, es el oro. Dígale que se lo dieron mis padres. Sálveme, tenga piedad de mí. No le diga que me ha visto. Dígale que ya no estoy aquí, que nadie sabe dónde estoy…
La señorita Rosa Quevedo temblaba y sollozaba con gran angustia, cuando finalmente me despidió.
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¿Qué hacer?
Aquella noche, Santiago de Machaca me esperaba en la chingana de la calle Venancio Burgoa; y como no podía ser de otra manera, le di encuentro, y le conté la verdad desnuda.
Santiago de Machaca se quedó absorto, con los ojos muy abiertos y guardó largo silencio. Luego se encogió, con gesto grave; profirió una maldición, y dijo:
-Yo sabía. Pero, así y todo, me sorprende. Estoy muerto.
Como ya no quedaba sino un dedo de pisco en la botella, yo pedí otra; llené las copas, y bebimos -¿No te ha dicho nada más? –preguntó de pronto Santiago de Machaca.
-Nada más -declaré yo-. Lo único que hacía era temblar de terror y suplicarme que la salvara del endemoniado. No comprendió, no vio, no entendió. Una cosa es cierta: No te quiere, ni te estima, en absoluto. Si te quisiera, te comprendería. En lugar de aterrorizarse, abría corrido a tu lado. La cosa es clara.
-Por otra parte me devuelve el oro –dijo Santiago de Machaca-.Podía haberse mandado hacer un par de brazalete, o un collar. Podía haberlo vendido, para comprar una multitud de cosas que toda chica desea. Pero ella me lo devuelve; hasta tal extremo me desprecia. Y deben ser unos cien gramos, por lo menos, una fortuna, para una chica pobre como ella. Pero estas son miserias humanas. Prefiero olvidar el asunto, y echarle una cruz.
Aquella noche, Santiago de Machaca se emborrachó. Sacó un cuchillo, se lamentó y lloró – y después se fue.
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Jaime Sáenz
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