miércoles, 9 de marzo de 2011

Cuento verdadero

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Lugar, un pueblo maravilloso. Lo más divino y bello que pueda existir. Año 50, su gente estupenda, con sentimientos parecidos al alma de Jesús. Sus convicciones religiosas arraigadas en cada familia que viven y conviven en un valle de abundante vegetación y rico en siembras de café y cacao de nombre Monte Carmelo; situado entre Buena Vista y Mendoza Fría; y, bañado por ríos y quebradas. Pertenece al Estado Trujillo, sus habitantes en su mayoría de origen europeos; italianos por sus apellidos todos de una excelente estirpe y acentuado y rico linaje.


Mi familia llega a pie de Mendoza Fría por un camino de recuas, después de 10 horas de camino, turnándonos una mula y un caballo. Por cierto, que estando montado en caballo, el animal se asustó por el cencerro que traía el arreo de burros, que venía en sentido contrario, pero José - mi hermano - lo persiguió en la mula, le dio alcance y me bajó del caballo. Palo ´e susto. ¡Ni de vaina me monto en animal de cuatro patas…!


Exilado en este bendito pueblo; sin carreteras y la otra parte del país, convulsionado por la política. Derrocado un presidente elegido por voto universal y secreto, don Rómulo Gallegos por un golpe militar, asesinado el presidente de facto, el Teniente Coronel Carlos Delgado Chalbaud, líder del golpe y evento que permitió el ascenso a la presidencia de la república de otro militar, miembro de la Junta de Gobierno, el Coronel Pérez Jiménez, dictador por diez años.


En aquellos lugares de recia geografía y bucólicos paisajes, nace luego la amistad que proporciona felicidad. El diario contacto con los nuevos vecinos logra hacerlo todo más fácil. Es lo más divertido. El roce frecuente con los hijos de pueblo, inquietos como todo “carajito” de 10 y 13 años, nos reuníamos como pandillas, tal como hacen lo que hoy en día se llaman patotas. Pero,… con la diferencia de ser muchachos sanos, con ciertas bellaquerías, que convierten la vida en una bendición. Asiduamente se reunían en dos bandos, cada uno con su “quipe” al hombro a luchar a guerra campal. Las armas eran las “pepas” de tártago, almendrón, las célebres peonias y las paraparas, que eran las “metras marginales” de esos tiempos. Las pomarrosas, frutas de la estación, cuando estaban en zafra, eran ricas, de un aroma y gusto muy suigéneris se recogían en lugares casi siempre a campo abierto. Prefería comer esta fruta tan sabrosa que utilizarla como munición. Pegaban duro y había que reservar varias. Eso era pepa pa´ allá y pepa para acá. Cuánta ingenua inconsciencia. Hacían daño cuando se atinaba a los ojos y más si era de pomarrosa. Se sacaba bandera blanca cuando se colaba un “aguacate caribito”, ese si hacía daño. Una vez pautadas las reglas del uso de municiones, el bando que violaba las normas perdía y pagaba; siendo “guataneros” y obedecer órdenes sin chistar. Tenían que hacer como castigo los pozos en el río colocando piedras y vástagos de “cambur” (bananos) con ramas para represar el agua, para luego bañarnos tranquilamente. Desnudos y pavoneando, un rolo de jerga y la “garizapa” era total. Uno tiene que aprender a ser feliz con todo. A una cuadra estaban las lavanderas de ropa, algunos de ellos pávidos o miedosos, se iban a sus casas.




Ellas, - las lavanderas - salían sigilosamente a llamar a la policía. Pero… las teníamos contadas y al faltar alguna de ellas, surgía la alarma y ante la sospecha corríamos; y, por el camino amarrábamos la paja de un lado y otro en varios sitios. A los agentes los esperábamos al final del camino haciéndoles mofa y, al vernos, los policías corrían para agarrarnos y caían enredados varias veces. El atufamiento era terrible, las maldiciones y groserías no propias de un gendarme, los gritos y los ¡aya yai! se oían hasta en el pueblo. En una ocasión, Nelson y el Capino corrieron monte adentro y la pringamoza los “empiconó” de tal manera que llegaron hinchados a la casa y con fiebre alta. Esto dio motivos para salvarnos y para que los policías no nos acusaran de lo que habíamos hecho. La vida feliz no es un regalo, hay que hacer algo para conseguirla. Algunos de los lechuguinos del pueblo no participaban en estos juegos y otros de abolengo como Jorge, quien si quería compartir nuestras correrías; pero sus padres no se lo permitían y tenía que ir yo a su casa a jugar con él: vaqueros y otros juegos más. Excelente amiguito. “Burda de pana” como dicen hoy en día. La dicha de la vida ha sido, es y será siempre, tener siempre algo que hacer con alguien, quererlo y tener algo que esperar. Esperamos siempre el canto de la chicharra que presagiaba la lluvia para salir al patio a bañarnos y jugar con barquitos de papel. Luego venían los juegos de partir cocos, aquí había que tener ciertas habilidades, buscar la parte del ojo ciego del coco y la parte del ojo para sacarle el agua que lo tuviera hundido y bien seco, pegarle por el lado del ojo ciego el premio era el coco, de allí para la industria de la conservas que se vendían a locha y que se invertían para renovar el coco y para ir al cine cuyas películas las exhibían sólo sábado y domingo. Luego llegaban los juegos de partir huevos. Buscar los puntiagudos que eran los más duros. Aquí aprendimos una trampa enseñada por papá. Se le habría un hueco con una aguja, se chupaba y se le sacaba la blanca y el amarillo y se le inyectaba pez rubia. Al calentar se derretía en la parte que se golpeaba suavemente para no perder el huevo; y, el premio era los partidos, que de inmediato iban directos para la industria de las tortas que hacía mamá. Otra de las diversiones era reunirnos todos e ir a oír donde había radio, la novela Tamacún, el vengador errante y otras novelas. Eran pocos los que tenían radio, tales como la bodega de los Adrianza, que era la más concurrida, o donde los Flores y los Sulbaran. Allá se podían escuchar aquellos interesantes programas radiales; y, con piscolabis y todo. Los Quintini, los Poggioli, los Garbatti, los Labastidas, los González, los Parra, los Paolini, tenían radio, pero no lo permitían.



Lo más curioso era que no se practicaban los juegos de metra, trompo, quizás por el empedrado de las calles, tampoco los famosos gurrufios, ni rodar las ruedas ni las tapas redondas de los potes generalmente de leche.



Los días de misa la patota iban todos a los oficios religiosos como monaguillos, un sacerdote italiano “arrechucho”, por cualquier motivo le agarraba la aorta y se la apretaba o le daba por la cabeza con el misario que lo dejaba atontado, sin sentido. Muérgano el curita, dejaba mucho que desear a los hábitos que lo investían. Papá por poco se llega a las manos por meterse conmigo Él decía: hay quien ose meterse con mis hijos. Disfrutábamos de las retretas en la plaza Bolívar. Por cierto, al trompetista incapacitado de la visión, se le desarrolló el oído en tal forma que por la voz nos conocía. Hola Jesús, le saludaba y de inmediato me contestaba: Hola Negro. Disimulaba la voz y, sin embargo, Hola Negro, me respondía. Nos mudamos a Bobures en el año 52 luego a Caracas en el año 60.



Sería como en el año 67, transcurridos 15 años, cuando en una oportunidad, caminando por el centro de la ciudad, nos conseguimos con Jesús y lo saludamos y, nos reconoció. Nos dijo: Hola negro… hola Nelson. Una vez más quedamos impactados por el oído tan desarrollado que aún tenía.


Incursionando por esos montes, comiendo “guama pelúa y guama machete”, puma rosa y cambures de racimos, que estaban maduros en la mata y que los azulejos, turpiales y arrendajos los tenían diezmados, no perdíamos de comer un aguacate caribito de los que se conseguían maduros en el suelo. El caminar tenía que ser con mucho cuidado, por la abundancia de serpientes mapanares y cascabeles. Tan es así que levanté una piedra y allí estaba la mamá y las crías; que por poco me muerden. Las picadas de mosquitos, jejenes, los tigres, osos y cuanto peligro amenazaba a quienes osábamos caminar por la parte selvática rica en toda clase de vegetación. En alguna oportunidad, llegamos a la mitad de una loma y descubrimos una cueva y la bautizamos como “el charal”. Con mucha prudencia y sigilo entramos y una bandada de murciélagos o de vampiros de un tamaño más grandes de lo normal y con chillidos estridentes, nos asustaron tanto que pusimos los pies en polvorosa. Pasado el susto, buscamos trapos y los enrollamos en un palo con kerosén y prendidos los “mechurrios” entramos y algunos de los vampiros escaparon y otros se metieron cueva adentro. Decidimos entonces entrar con mucha prudencia y vimos lagartijas muy grandes, al igual que ciempiés y unas arañas del tamaño de un puño y unos matos que parecían dragones pequeños. Gracias a los mechurrios los espantamos y seguimos adentrándonos. Allí conseguimos una escalera labrada, bajamos hasta llegar a un cuarto donde había residuos de vasijas de barro con comida. Daba la impresión que alguien salía de lo profundo de la cueva a comer. No había rastros de alumbrado. Escuchábamos los alaridos, mas no entendíamos como pudiera estar habitada, salvo que fueran un tipo de animal desconocido. La cueva seguía horizontalmente y se transformaba en una caída vertical. Hasta allí llegamos, el “culillo” más que el temor y la prudencia no nos permitió seguir.



Hay días, hay momentos que saben a eternidad. Al regreso visitamos las trampas y conseguimos un pobre conejo. Pobrecito, lo soltamos y salió brincando por ese monte. ¡Cada momento hay que vivirlo, cuando toca y no dejarlo para después, porque después es tarde!
Una madrugada nos despierta a todos una algarabía de gallinas y, los ladridos de un perrito mucuchíes que teníamos. Papá sale con la linterna al patio y todo queda en silencio. Alumbra todo y nada, entra al cuarto y comienzan las gallinas a cacarear y el perrito ladrando asustado. Sale nuevamente y nada que ver, total que al final se cansaron. En la mañana papá recibió un telegrama, informándole que la dueña de la casa había muerto en la madrugada. Y, si mal no recuerdo, de apellido Olivares. Lo curioso del caso es que el señor Garbatti, encargado del correo, nos relata el hecho con el mismo cuento de las gallinas y el perro que no lo dejaron dormir por el escándalo. Por mera coincidencia o curiosidad, la persona que murió era dueña de esa casa. ¡Insólito verdad!


La casa donde estaba situado el telégrafo tenía un solar grandísimo en el que se encontraban sembradas muchas matas de manzanas. Los comentarios que circulaban entre los vecinos era que había enterradas botijuelas con morocotas debajo de ellas. Ni cortos ni perezosos, el equipo completo de la familia comenzó a sacar mata por mata y sembrarlas nuevamente y nada. En el patio no hubo mata que no sacamos. Trabajábamos de noche para que del cerro no nos vieran. Utilizábamos lámparas de querosén, sin embargo los comentarios en el pueblo que venían del cerro era que allá están los Flores sacando los entierros.


La forma de conseguir dinero era limpiando el monte a los cuadros de piedras que formaban las calles. Pagaban un real por cada cuadro limpiado. Para agilizar la tarea, inventé amolar un pedazo de fleje y en cada extremo le puse pedazos de trapos amarrados, para no dañarme las manos; y, el rendimiento, era de dos a uno. Ganadas las entradas al cine que costaba un real, acudíamos a otra forma de conseguir ingresos. Era a través de ropavejero, quien tenía su tienda en una de las calles principales, bajando por la cruz verde antes de llegar a la iglesia. Compraba todo lo que le iban a vender, navajas rotas, zapatos rotos, medias, paltó, pantalones y ropa de todo tipo; ollas agujereadas, todo, todo, todito… sus precios no pasaban de una puya (5 céntimos), una locha (12,5 céntimos), máximo medio (25 céntimos). Él los arreglaba y su venta era muy cariñosa.
Salíamos de pesca al río, papá nos hacía los anzuelos de alfileres o agujas rotas. Los hacía pequeños puesto que la pesca era de sardinitas, que era lo que había. La carnada eran lombrices, lo bueno era que seis de ellas fritas, rellenaban una arepa y hasta dos.



¡Todos vamos por la misma senda, pero cada uno hace su camino!



Había una familia de recio abolengo y de fuerte carácter que tenía una hacienda de café y un caserón en ella, dirigida por los padres de los Poggioli. Allí éramos invitados a pasar fines de semana o vacaciones escolares. Aquel señor aplicaba una disciplina muy rígida, a la hora de las comida. Muy estricto desayuno a las ocho am, dando gracias a Dios por los alimentos recibidos. Siempre suculento plato de avena, con su vaso de jugo, arepas de harina de trigo, con un par de huevos fritos, carne mechada, aguacate, caraotas refritas, tajadas de plátano y queso. El almuerzo a las 12 m, con sancocho de gallina, arroz, bistec a caballo, arepas de maíz y cena con caraotas, tajada, tortilla de huevo, aguacate, carne mechada, y cuajada. Las comidas muy variadas, incluido el venado en bistec, guisado o en forma de pisillo, rico, lapa, picure. En efecto, una alimentación realmente rica en carnes. Había especialmente una cocinera para la familia y otra para la peonada. Hoy en día nos damos cuenta del intenso trabajo que tenían esas señoras. Se levantaban a las cuatro de la mañana, pilaban y luego, hervían el maíz. El agua residual la utilizaban para hacer chicha o carato de maíz con vainilla o canela o las dos cosas.




Era una verdadera delicia. Luego parte del maíz lo ponían en una piedra en forma de batea y con otra piedra redonda lo molían para hacer las arepas y casi siempre cantando, manteniendo los tinajeros con agua filtrada y fresca, recoger los huevos y echarles de comer a las gallinas, recoger los plátanos y topochos, para hervirlos como complemento del pan y dejarlos madurar para las tajadas. Igualmente, machacar la carne en la piedra para esmecharla, preparar los onoteros, mantener los cochinos, dándoles que comer y bañarlos, mantener los huertos, cilantro, perejil, cebollín, lechugas, repollos, zanahorias, remolachas y otras hortalizas. Después de la cena a dormir. Ese horario se cumplía todos los días, rutinariamente, sin chistar pues el jefe de la casa tenía un carácter muy fuerte. Adicionalmente, cumplíamos con algunas labores que debíamos hacer como aprendizaje más que por trabajo, tal como recolectar el café de las matas; y, algunas veces, moverlos en los patios de secado. Nosotros, sus hijos, Nelson y yo, también aprovechábamos e inventábamos algunos juegos para divertirnos. La parte de la caña hacia la raíz era dura. La afilábamos y cada uno tenía una para tirarla como lanza sobre otro pedazo de la mitad de la caña. El que la clavaba allí ganaba y así pasábamos parte del día divirtiéndonos. También tomando jugo de caña, de una quijada de madera para moler la caña y hacer el papelón. Comiendo café madurito y la semillas del cacao. Total que en la noche teníamos que recogernos a la seis de la tarde; hora que apagaba la planta y teníamos que estar en el cuarto durmiendo. Nos aprovisionamos de cabos de vela y fósforos, para prenderlas y echar cuentos… siempre vigilantes, porque el Señor Polloli salía en la noche con una linterna a dar vueltas y revisar que todos estuvieran en su sitio y nosotros durmiendo. ¡Cuando somos felices el mundo es sólo una sonrisa de luz!



Para la ferias venían, las ruletas y todo juego de envite y azar. Se afeitaba un cochino, se embadurnaba de grasa y se soltaba. El que lo agarrara, ese era su premio Él palo encebado, quien lo subiera ganaba lo que había arriba. Eso era todo para el que lo subiera. La gran piñata que todos, si podían, le daban palos hasta romperla, era de arcilla. Los medios reales y bolívares y un fuerte colgando de una cinta y con las manos atrás amarradas, había que cogerlos con la boca. Se soltaban globos encendidos, y en las carreras de caballos, el que ensartara más argollas con cintas, tenía su premio en efectivo. A la pelota, hecha de trapo, se le echaba kerosén, se le prendía candela y se llevaba por la calle a patada limpia. Al jugar en las ruletas, siempre se perdía. La construcción del estadio de beisbol fue azarosa y difícil, por la topografía del terreno.




Uno de los hacendados nos donó un terreno para los equipos azulejos y cardenales, con la condición de limpiarlo. Se hizo una operación “fajina”, muy ardua la tarea, desde el más pequeño hasta el más viejo con hachas, barretones y machetes en mano fuimos sacando arboles, piedra arbustos y alisando el terreno. Los comerciantes patrocinaron y tardamos como dos meses en ponerlo apto para jugar. Fue inaugurado con un juego entre azulejos y cardenales.




Ganaron los azulejos, lo único malo era que el righfield y parte del centerfield quedaban en el cerro, por lo que, para correr a primera base era subiendo, hacia segunda parejo y hacia tercera y el home en bajada. Había que batear muy bien para embasarse. No teníamos backstop y tenía que haber dos o tres en la quebrada atajando los fauls, porque si la bola caía en su corriente, se terminaba el juego ya que era la única pelota. Los guantes que usábamos era la mascota y el mascotin, lo demás eran guantes hechos en casa. Muy buenos por cierto, el peto era un saco lleno de frijoles sin desgranar y no había careta. Los golpes eran fuertes, pero luego se consiguió uno mejor ya que nadie quería ser catcher… por coincidencia, yo fui una de las víctimas.


¡Compartir es el mejor abono para que crezca la felicidad, dar es la mejor forma de recibir lo que de verdad importa, a veces dando lo que te sobra, recibes lo que necesitas!
En una ocasión, llegó la noticia informando que, en el páramo de Las Pavas, entre monte Carmelo y Valera, se había estrellado un avión con estudiantes que cursaban en el Colegio San José, dirigido por la Orden de los Jesuitas en la ciudad de Mérida. Hablando con el telegrafista en una visita que hice a Monte Carmelo el año 2000, me cuenta que él invitó a papá para ir ver el accidente y que, de paso, se llevarían dos chicas. Papá se negó a ir y luego me cuenta que, al llegar al sitio, la guardia lo puso junto con otras personas a cargar cadáveres hacia Valera. El que se negaba, le daban plan de machete y obligado tuvo que llevar cadáveres. En efecto, a los que “colaboraron”, aunque de manera forzada, no le daban ni agua ni comida. Peor aún, el frio les quemaba el cuerpo, los pies entumecidos, el rostro de grana y el olor de carnes descompuestas que los hacían vomitar y maldiciendo la hora en que se le ocurrió subir a compartir el amor en ese siniestro lugar.
¡El camino es un laberinto de vivencias, sensaciones y sentimientos… el camino es un campo sembrado de sorpresas!



El 3 de agosto de 1.950 Se encontraba papá y José, mi hermano mayor, haciendo jaulas y trampa-jaulas para pájaros. Como siempre, mi “taita” creando y buscando el ingreso que le diera mejor calidad de vida a su familia, cuando de repente, se sintió un fuerte temblor en la casa de balcón donde vivíamos. Papá nos dijo: corran que es un terremoto, salimos bajando Nelson y yo las escaleras corriendo y nos pagamos a la pared de enfrente. Al vernos allí, papá nos gritó, apártense de allí, vayan a la plaza; en la que una de sus esquinas daba junto a la casa donde vivíamos. Luego nos enteramos que el epicentro había sido en el Tocuyo, Estado Lara. Según las noticias telegráficas, hubo muchos muertos. Gracias a este medio de comunicación inmediata se sabía de los acontecimientos nacionales y mundiales. Nosotros éramos favorecidos porque estábamos al día con las noticias.



¡El placer de ver el sol naciente jugueteando con las nubes y creando imágenes sorprendentes, me hacen olvidar de cualquier sinsabor que pueda haber en mí!
Ah… aquellas fiestas bailables en salones donde había derecho de admisión. En ellas, los lechuguinos venidos de vacaciones escolares, con sus peinados con gomina y las leontinas de oro que le colgaban del cinturón; sujetos además con tirantes y fluses lavados con panamá, aseguraban sus parejas para bailar con las más lindas chicas. Allí, mi hermano Nelson que, venía de Mucurubá de ganar el concurso de baile, con la raspa, conseguía pareja rapidito. Yo, un vendedor de galletas, con el cabello sin gomina ni leontinas y sin flux, llamar la atención a alguna chica era muy difícil, sin embargo las galletas y bombones si capturaban la atención y lograba… y que bailar. Daba traspiés, pero agarraba muy bien la pareja. Nos empatamos esa noche y éramos como novios formales. Muchos paseos, muchos abrazos, muchos besos,… pero llegó el triste momento de nuestra despedida. El amor se fue para Caracas a estudiar enfermería. Para mí fue un trauma quedarme sin ese naciente amor, grabado en mi corazón; triste y acongojado quedé. Como era intenso en cuestiones de amor, en el año 60 la busqué en caracas y la conseguí, ya estaba casada con hijos.



¡El placer es el bien primero, es el comienzo de toda preferencia y de toda aversión es la ausencia del dolor en el cuerpo y la inquietud del alma!
Allí en nuestro querido pueblo no había agencias bancarias. Para cobrar los sueldos, el guarda líneas iba a caballo todos quince y ultimo a Valera, con una peculiaridad: regresaba con una “pea” – una borrrachera - tal que casi se caía del caballo. Había que ayudarlo a bajarse y era pidiendo perdón y perdón con una vocecita ininteligible, pero entregaba todos los sueldos íntegros, menos el de él a quien se le entregaba la diferencia de lo gastado en caña. Cuando estaban haciendo la carretera hacia la población de Buena Vista, nos tocó ir a mamá y a mí a cobrar a Valera, en el primer carro que llegaba al pueblo. Ese día fue indescriptible el alborozo, al regreso cayó un soberano palo de agua de dos días lloviendo; y, como era una carretera de tierra en la que los carros se pegaban en esos barrialeros, salían sacados por los tractores que estaban haciendo la vía. En nuestro caso, mamá puso su cartera arriba del carro y así sacaron ese vehículo hacia Buena Vista.Luego, tuvimos que buscar entre ese barro la cartera. Gracias a dios la conseguimos, pues estaba casi enterrada, y seguimos a pie hacia Monte Carmelo.
¡En todos los caminos siempre hay un desvío para ir a la felicidad!



Comienzan a conquistar a papá para que aceptara las oficinas de telégrafos de Bobures. Papá se resistía, pero le dijeron tu hijo José Flores, en el central Venezuela (El Batey) y tú en Bobures; hacen la llave perfecta y, así fue como llegamos a ese pueblo.
¡No quiero entender la vida, sólo quiero sentir y ser, vivir y amar!
Todo se hunde en la niebla del olvido, pero cuando la niebla se despeja, el olvido está lleno de memoria.
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José Carlos Mariategui
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VIVIR ES EL ARTE DE ATRAVESAR ESPERANZAS. -R.M.J.