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Algunos amigos, después de su muerte, concluyeron que estaba loco. ¡Qué apresurados, juzgar de esa manera a una persona que apenas se conoce! Me admira cómo gente con tanta información y supuesta capacidad para interpretar los hechos ha podido llegar a esa definición en forma tan ligera. Me parece estar observando su mirada inteligente, siempre atenta a todo lo que se mencionaba. Curiosamente lo recuerdo en silencio, mientras bebía con premura uno tras otro sus infaltables vasos de agua natural que él mismo se proveía desde una de sus alforjas de compras. Daba la impresión de cierto sufrimiento que yo atribuía a su soledad, y en las contadas oportunidades en que pudimos conversar, Antonio Toro se me reveló hombre de una gran imaginación. Sus ensoñaciones estaban dirigidas hacia el futuro como si quisiera escudriñar con un ojo adicional las cosas que se sucederán al paso de los años. No se vaya a creer que Antonio haya sido un escritor. No lo era, acaso porque no le quedaba tiempo en casa, al regresar de su empleo de cortador de prendas en la fábrica de blusas, cuando se sumergía en sus juegos preferidos: Age of Empires, Roma y Stronghold2, en los que se perdía durante horas para luego dedicarse a reproducir películas en la misma máquina. Solamente los sábados, cuando salía a aprovisionarse de alimentos, cargado de un par de bolsas del mercado, llegaba hasta el café para escuchar la retahíla de teorías, historias y anécdotas del ambiente político e intelectual que los parroquianos no se cansan de sacar a la palestra. Llevándolo a un aparte, siempre que podía, trataba de inducirlo a desarrollar alguna plática haciendo memoria de nuestros años del colegio, de nuestros maestros, los curas, las perversas reglas que regían y su infiernillo local, pero él tenazmente se mantenía hermético.
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El sábado anterior a las elecciones ocurrió lo contrario. Al parecer nuestros amigos se atrasaron, de modo que solamente aparecimos los dos en la mesa.
—¿Te imaginas un mundo en el que las personas se vean obligadas desde que nacen a morar dentro de una cápsula? —empezó como si alguien le hubiera tocado el tema—. Yo supongo —prosiguió—, que más allá, por el siglo XXIV, la atmósfera contaminada, los rayos que arriban sin amortiguación, la proliferación de virus, bacterias, y otras unidades minúsculas de vida, generarán tal posibilidad de infecciones, contagios y daños que la única solución será una cápsula. Sí, no te asombres, una cápsula, una especie de traje espacial hecho de una sola pieza, o si se quiere una placenta, adentro de la cual permanezca protegido este frágil organismo vivo —dijo haciendo un gesto protector sobre el pecho sin tocarlo, cruzando una mano sobre la otra—. Dicha cápsula debería ser implantada al nacer (los seres humanos dejarían de salir del vientre de la madre, pues todo será in vitro) y debería ir creciendo con la persona. No me preguntes cómo, la solución la deberían dar las materias orgánicas con textura de plástico duro e inviolable, controladas genéticamente. En su interior, la cápsula, además de resguardo, proporcionaría una temperatura adecuada, limpieza del cuerpo, ejercicio muscular, presión atmosférica uniforme, evacuación, además de contar con una computadora cuyo visor sustituiría la mirada para convertirse en una cámara que mostraría no solamente el derredor al que ahora estamos acostumbrados, sino ampliados puntos de vista del escenario. Asimismo un sistema de proyección virtual permitiría que los demás seres humanos nos vieran libres de la cápsula, con vestimentas también virtuales elegidas de nuestra biblioteca, adornando rostros y cuerpos detenidos en imagen en un máximo de treinta años. Así lo que tenga que ver con el tacto estaría supeditado a un proceso de información tal que los sentidos se procesarían a través de los pliegues internos de la cápsula, los que transmitirían las texturas, temperatura y otras complejas sensaciones como lo fresco, la sensación de brisa o la humedad; pero al tratarse de procesos reproducidos mecánicamente y bajo un sistema de control, serán dependientes de la decisión propia de recibirlas o no. Este mundo artificial al que estaría sujeto el cuerpo sería una segunda capa. Nadie pondría entonces en duda que el hombre habría adquirido por desarrollo tecnológico una segunda piel.
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Aquella alucinación de ciencia ficción me dejó anonadado y azuzó mi curiosidad, de manera que me animé a visitarlo en su casa. Y aunque suene extraño, era la primera vez que lo hacía desde que se había mudado de la casa de la calle Ingavi donde vivía con sus padres. Antonio residía ahora en el último piso de uno de los nuevos edificios que se levantan entre el Primer y Segundo Anillo de la ciudad. En su pequeño apartamento, lo primero que resaltaba era el comedor transformado en una sala de audición donde mantenía sin paz un poderoso equipo electrónico computarizado y al menos una decena de parlantes. Allí pude reconocer a David Gilmour interpretando High Hopes, me parece, con la orquesta de cámara que organizó el 2002.
—Es un sistema Home Theater, puedes sentir el sonido como en un cine con Sony Dynamic Digital Sound de ocho canales —dijo al advertir mi fascinación—. Pero cualquier tecnología moderna será nada al lado de lo que vendrá —sentenció como si deseara contarme algo más. Yo lo apremié a que lo hiciera, ante lo cual se quedó en silencio como de costumbre. Acercó una botella de vino Concepción Cepa de los Andes y lo sirvió largamente en dos copas. Mientras saboreaba la suya.
—Se trata de Ángela Vintes —me lanzó de repente, callando un poco, dejando invadir la canción que se reproducía con su breves campanadas—, porque en realidad tú no me conoces, no soy el que tú crees —afirmó al sentir mi extrañeza. No supe qué decir.
—Mi nombre real no es Antonio Toro. Soy Tadeo Galer, viajero del futuro. Creo que puedo confiártelo, creo que debo hacerlo urgentemente —dijo frunciendo el ceño mientras se zampaba una copa entera de vino—. Estoy abatido —continuó—, pues tengo la impresión que he sido abandonado. Fue en uno de los viajes a la provincia que el Instituto de Regulación Telegenética suele despachar cuando conocí a Ángela Vintes —agregó como si yo supiese de lo que estaba hablando; curiosamente no pensé que estuviera desvariando sino que por alguna razón desconocida sentía que me decía la verdad—. Una mujer en la que además de su hermosa mirada no podía dejarse de observar la quijada levemente abultada y los dientes un poco más grandes de lo normal, atrayente imagen e intensa. Como era vísperas del Año Nuevo todo el hotel estaba algo agitado y se preparaban para el festejo. Vino de acerola y Tío Nuevo se anunciaban para el brindis de medianoche. Las ubicaciones del comedor estaban vacías. Solamente los dos en cada uno de los extremos, conectados a los sistemas de alimentación. A los postres decidí comunicarme por el hologramático y entablar conversación. La imagen de su holograma se me presentó más placentera que lo que pude advertir a través de las cabinas individuales.
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"Así fue como me enteré que a unas cinco gilas de Anserví vivía el maestro Divardo Lurcena, experto en viajes al pasado. Y que a pesar de las severas prohibiciones, la experiencia era ofrecida y realizada, siempre y cuando los clientes lograran reunir diez mil cirtes en conexión comprobada. Expuse que a pesar de mis veinte años en el ejercicio de la profesión jamás había visto un caso como ése, develando que inclusive dentro del Instituto la idea del viaje al pasado se consideraba una mentira, y que la ley que la prohibía era más un arrebato del primer dictador, asustado con la proliferación de científicos locos que haciendo alarde de malabarismos técnicos habían desgraciado la ciencia de la genética y de las artes telepáticas creando monstruos y otros seres amenazantes que pretendían controlar, situación por la cual se habían establecido los Institutos de Regulación para los diferentes sectores del universo conocido.
"Durante el festejo nos volvimos a encontrar, y esta vez su holograma se presentó más atractivo que en la mañana. A la hora en que irradiando luces y centellas izaron el globo con el rótulo del año 2337 que nacía, nos tomamos las manos virtuales y ella sonrió de tal manera que no pude evitar un afecto especial.
"Divardo Lucerna nos recibió con cara de pocos amigos, pero Ángela le hizo recuerdo de la relación que mantuvo con un conserjo de su padre cuando trabajaban en la frontera, en el desierto de azufre, recopilando muestras de vida mineral. Entonces Lucerna fue más amigable y nos introdujo a su laboratorio. Un intrincado haz de aparatos instalados en una sala con una única y larga mesa central que poseía cuatro espacios para cápsulas. Nos invitó a encostar y así lo hicimos, conectándonos luego a las mangueras y tubos que la mesa generosamente ofrecía. Por los alimentadores llegaron jugos de naranjas sintéticas y caricias plásticas. El profesor Lucerna explicó con tono neutro las bondades de su invento.
"Mientras hablaba, yo proyecté mi mano para tocar su mano. Ángela devolvió el acto tomándola suavemente y sentí deslizarse mis dedos por su holograma. La exposición de Lucerna, tratándose de la máquina del tiempo, versaba sobre el mundo antiguo, gente que transitaba sin la cápsula, expuestos e inermes al universo de las bacterias y la polución, respirando todo menos oxígeno. Revisé por instinto los controles virtuales de la pantalla de mi cápsula; es decir, presión, oxígeno, nivel de purificación, alimentación, evacuación, viabilidad del control: todo en orden. Era difícil comprender un mundo sin la cápsula, sin esto que es ahora parte de nuestro cuerpo desde que nacemos, y crece con nosotros. ¿No podíamos acaso, gracias a la realidad virtual, tocar, sentir las texturas y calidez de los objetos y la piel de los otros? ¿No nos permitía el sistema hologramático estar todo lo cerca que se desea del otro?
No volví a reportarme al Instituto; la atracción por Ángela y la curiosidad habían vencido. Tomamos el curso de entrenamiento. Unos cuantos meses después, gracias a los encuentros diarios programados, me había enamorado de Ángela Vintes, cuya pasión estaba dirigida a viajar al pasado. Así que transferí veinte mil cirtes de mi sistema de desarrollo evolutivo con el fin de realizar el viaje conjunto, que yo hacía por seguirla en su locura.
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"El invento consistía en que gracias a una máquina que proyectaba nuestra energía interior podíamos ser transferidos al cuerpo de un hombre del pasado, pero de alguien que estaba agonizando, en los últimos momentos de su vida. Con la información de la enfermedad la transferencia incluía la cura del sujeto a través de la remodificación de sus códigos genéticos, de manera que uno era enviado al pasado dentro del cuerpo de otro.
"Algún tiempo después el viaje estaba preparado. A mí se me asignó el cuerpo de un tal Antonio Toro; es decir, éste. Ángela fue programada para transferirse al de una maestra de escuela que vivía en la misma ciudad de Antonio, solamente que ella, por las circunstancias del mapa de viaje, aparecería un año antes.
"En mi caso resultó tal cual estaba planeado. Sin embargo, cuando fui a buscar a la profesora, no respondió al nombre de Ángela. Alegó llamarse Margarita Fuentes, dijo ser feliz con su marido, y que todas las lluvias ácidas que puedan ocurrir no se comparaban a la intensidad del amor en sus brazos. No sé qué pudo haber pasado, y tampoco sé por qué no activan los sistemas para regresarme, pues se ha cumplido el tiempo suficiente y convenido para el viaje.
"Además esta experiencia ya es lo bastante atroz como para que desee quedarme. No puedo entender tu época y lo que he sufrido ya lo toleré. ¿Sabes lo que es penetrar un cuerpo que se está entumeciendo por los estertores de la muerte, sentir que todavía está ocupado por una energía que se une débilmente, pero unida al fin, acomodándose dos almas en un espacio terriblemente reducido. Tratar de abrir los ojos cuando el otro los quiere cerrados, sentir el último aliento del que se va y comenzar a respirar por fin solo. Sentirse inerme y expuesto a un ambiente donde se carece de la cápsula, sentirse al medio de personas incomprensibles. Llegar al infierno del pasado. Necesito de Ángela, necesito de aquella segunda piel, única manera de tenerla".
No supe que decir, traté de recordar a Antonio Toro en el colegio. Lo recuerdo un buen jugador de fulbito, seguro de sí mismo. ¿En qué momento se transformó en esta persona diferente?, pensé. ¿Habría enloquecido? Me acerqué y quise tomarlo del brazo, en ese acto fraternal que se tiene cuando no se puede declarar nada y se quiere transmitir que estamos juntos, pero retrocedió espantado. Entonces tomé conciencia de que hacía mucho que no tenía contacto físico con él, ni siquiera para darle la mano. No tuve tiempo de recriminarle, pues se estremeció totalmente y vi como volcaba los ojos, mostrándome su cornea blanca. Una mueca espantosa le cruzó la cara.
—¡Ay, Dios! —alcanzó a murmurar mientras caía al piso—. ¡Creo que regreso!
Me aproximé para auxiliarlo.
—Ángela —repitió—, nadie ha sufrido tanto por alguien. Te he esperado a sabiendas de que has sido feliz en otros brazos gracias a tu piel interior, así haya sido la de otra. He soportado el que me niegues —lo oí toser—. Necesito regresar y ya es la hora. Finalmente voy a ti, y vale el infierno. Sí, definitivamente, voy hacia ti como las sombras...
Levantó el rostro en un último estertor y expiró cayendo la cabeza sobre el piso. Luego del aturdimiento inicial y la inutilidad de reanimarlo, llamé al 119 y al Canal Unitel de noticias, las que se ocupan de los muertos cotidianos. Todavía dentro del departamento, y con el cadáver aún caliente de Antonio, como única compañía, pensé por un momento si dentro de tres siglos se cumpliría el encuentro de Antonio, o Tadeo —como sea que se llamara— y Ángela, amándose a través de su segunda piel; pero espanté esas ideas como a molestosas moscas que invaden el verano; y, conmovido, luego de atender a los policías y paramédicos, preferí regresar a mi cómoda cotidianidad, hecha de aquellas interminables charlas en el Café Victory, donde desaprovechamos día tras día nuestra primera piel como unos tontos.
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Gary Daher Canedo
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