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Desde el día en que me mudé a este edificio moderno, de tres pisos y nueve apartamentos, no he dejado de observar a cuatro de mis vecinos más cercanos, cuyos pasos sigo desde la ventana de mi cuarto. Los conozco a todos, pero no hablo con ninguno.
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I
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La vecina del lado izquierdo es una anciana que vive con una gata de pelo largo y sedoso. Usa vestidos oscuros y un sombrero bombín parecido al de las mujeres de mi pueblo. Tiene los cabellos áureos recogidos en un moño y unos lentes gruesos como el culo de la botella. Aunque carga el peso de los años, apoyada sobre el puño de un bastón, conserva la belleza de su juventud y la inocente sonrisa de su infancia.
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Siempre la veo sola, sin hijos ni marido. Nadie toca el timbre de su puerta, salvo la muchacha que le ayuda en los menesteres del aseo, la compra y la comida.
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Cuando sale a la calle, sale sola, y cuando vuelve de la calle, vuelve sola. Es la soledad acompañada por una gata de angora.
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La gata salta de balcón en balcón y, al menor descuido, se mete por la ventana entreabierta de mi cuarto, decidida a marcar su territorio debajo de la cama, donde deja un olor insoportable que no me deja conciliar el sueño.
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La gata, a diferencia de su dueña, es vital y juguetona, por eso pasa medio tiempo en la calle, agazapada al pie de un árbol, en cuyas ramas intenta atrapar a los pájaros, repartiendo zarpazos a diestra y siniestra.
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La anciana sale al balcón, se apoya en la barandilla metálica y la llama por su nombre. Entonces la gata baja por el tronco como una ardilla y se mete en la habitación, atravesando como una jabalina por entre las piernas de la anciana, quien se vuelve sobre sus sandalias y cierra la puerta con el bastón.
Esta escena se repite día a día, en tanto yo me digo: Más vale ser un hombre libre que una gata de angora con dueña
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II
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El vecino del lado derecho es un hombre de ojos claros, pelo plateado y bigotes levantados al estilo Dalí. No sale de la corbata ni del abrigo, haga frío o haga calor. No tiene hijos ni esposa, salvo un perro de color marrón, orejas largas y cola de labrador.
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El hombre conversa con el animal como un padre con su hijo. Cuando le suelta el lazo de la collera, el perro hace cabriolas y corre como un conejo acosado por otro perro. Es demasiado inquieto. Husmea, brinca y se desfoga, hasta que se detiene debajo de un árbol. Levanta la pata contra el tronco y orina mirando la mirada de su amo, quien enciende un cigarrillo a la misma hora y en el mismo lugar.
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El perro, que luce la piel lisa y fina como el satén, se le acerca batiendo el rabo. El hombre se inclina, le acaricia el cogote y le ofrece un terrón de azúcar. Unas veces desaparecen en dirección al bosque; otras, en dirección a la puerta de entrada, donde el perro ladra al vacío y el hombre apaga la colilla del cigarrillo.
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Yo, escondido como un cangrejo ermitaño, los veo pasar por delante de mi ventana, mientras mis suspiros inundan el cuarto y el pensamiento me grita: ¡No hay mejor remedio contra la soledad que la compañía de un perro!
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III
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En el apartamento de abajo vive un muchacho que tiene aspecto de bohemio y un aro de oro en la oreja. Viste pantalones de cuero negro, botines de tejano y un chaleco ajustado sobre un jersey sin cuello. Tiene los brazos tatuados de serpientes y el pelo atusado al estilo del último mohicano.
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De lunes a viernes, a eso del mediodía, lo veo cruzar por la calle, cargando el estuche de una guitarra eléctrica. Los fines de semana, a poco de caer la noche, lo veo llegar acompañado de una muchacha de bluejeans ajustados y blusas vaporosas.
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Cuando se juntan comienza el infierno de la música rock, con intervalos de un amor desenfrenado, ya que la muchacha, en el crescendo del orgasmo, grita como las mujeres entregadas a una pasión sadomasoquista. A ratos los imagino desnudos y tendidos sobre la cama; a él bufando como animal salvaje y a ella devorándolo con las bocas húmedas de su cuerpo.
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Por un tiempo vuelve la calma, seguida por risas y palabras. Después vuelve la música, cuyas vibraciones sacuden las paredes de mi cuarto cual el lomo de un caballo al galope. Si la música se hace insoportable, no me queda otro remedio que pedirles silencio. Pero ellos “se hacen los suecos”. Se ríen de mí y del mundo. Viven su vida a lo locos y a lo locos hacen el amor, moviendo el cuerpo al compás del rock.
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IV
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En el apartamento de arriba vive una mujer morena, capaz de voltear a cualquiera con el imán de su belleza. La observo desde el mirador de la puerta, por donde cruza meneando las caderas con la cadencia de las bailarinas de salsa; tiene los ojos grandes, la mirada misteriosa, los labios carnosos y la piel de color laurel. Es de Etiopía o Eritrea. No es negra ni mulata, pero tiene los senos abultados y las nalgas retrepadas. Sus rodillas dividen sus piernas en dos partes iguales, el contorno de sus muslos es el doble que el contorno de sus brazos a la altura del bíceps, y el contorno de sus pantorrillas, exactamente igual que el contorno de su cuello. Camina cruzando los pies como las modelos de pasarela y viste prendas de colores vivos y estampas estridentes.
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La observo cada vez que pasa frente a mi ventana, por eso sé cómo es y cómo se viste durante las cuatro estaciones del año: en primavera se parece a una flor abierta en plenitud; en verano se viste con blusas escotadas, muy pegadas al torso, dejando entrever los frutos maduros de su pecho; en otoño usa trajes combinados con el color variopinto de la naturaleza; en invierno se abriga de pies a cabeza, como la mariposa que retorna a su capullo después de haber revoloteando entre las rosas.
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El día en que nos encontramos en la lavandería, cara a cara, no me dirigió la palabra ni la mirada. Giró sobre sí misma y aligeró el paso hacia la puerta. La seguí con la mirada, hasta que desapareció arreando el aire con el contoneo de sus caderas.
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A veces sueño con ella, y la siento cerca, muy cerca. Ella me recorre con la oscuridad de su cuerpo y me recuerda: “Soy la vecina que vive en el apartamento de arriba”. Despierto desesperado, la busco en la cama y no la encuentro. Entonces me digo: “Mañana, mañana volveré a contemplar el fulgor de su belleza”.
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Víctor Montoya .
Desde el día en que me mudé a este edificio moderno, de tres pisos y nueve apartamentos, no he dejado de observar a cuatro de mis vecinos más cercanos, cuyos pasos sigo desde la ventana de mi cuarto. Los conozco a todos, pero no hablo con ninguno.
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I
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La vecina del lado izquierdo es una anciana que vive con una gata de pelo largo y sedoso. Usa vestidos oscuros y un sombrero bombín parecido al de las mujeres de mi pueblo. Tiene los cabellos áureos recogidos en un moño y unos lentes gruesos como el culo de la botella. Aunque carga el peso de los años, apoyada sobre el puño de un bastón, conserva la belleza de su juventud y la inocente sonrisa de su infancia.
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Siempre la veo sola, sin hijos ni marido. Nadie toca el timbre de su puerta, salvo la muchacha que le ayuda en los menesteres del aseo, la compra y la comida.
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Cuando sale a la calle, sale sola, y cuando vuelve de la calle, vuelve sola. Es la soledad acompañada por una gata de angora.
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La gata salta de balcón en balcón y, al menor descuido, se mete por la ventana entreabierta de mi cuarto, decidida a marcar su territorio debajo de la cama, donde deja un olor insoportable que no me deja conciliar el sueño.
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La gata, a diferencia de su dueña, es vital y juguetona, por eso pasa medio tiempo en la calle, agazapada al pie de un árbol, en cuyas ramas intenta atrapar a los pájaros, repartiendo zarpazos a diestra y siniestra.
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La anciana sale al balcón, se apoya en la barandilla metálica y la llama por su nombre. Entonces la gata baja por el tronco como una ardilla y se mete en la habitación, atravesando como una jabalina por entre las piernas de la anciana, quien se vuelve sobre sus sandalias y cierra la puerta con el bastón.
Esta escena se repite día a día, en tanto yo me digo: Más vale ser un hombre libre que una gata de angora con dueña
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II
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El vecino del lado derecho es un hombre de ojos claros, pelo plateado y bigotes levantados al estilo Dalí. No sale de la corbata ni del abrigo, haga frío o haga calor. No tiene hijos ni esposa, salvo un perro de color marrón, orejas largas y cola de labrador.
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El hombre conversa con el animal como un padre con su hijo. Cuando le suelta el lazo de la collera, el perro hace cabriolas y corre como un conejo acosado por otro perro. Es demasiado inquieto. Husmea, brinca y se desfoga, hasta que se detiene debajo de un árbol. Levanta la pata contra el tronco y orina mirando la mirada de su amo, quien enciende un cigarrillo a la misma hora y en el mismo lugar.
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El perro, que luce la piel lisa y fina como el satén, se le acerca batiendo el rabo. El hombre se inclina, le acaricia el cogote y le ofrece un terrón de azúcar. Unas veces desaparecen en dirección al bosque; otras, en dirección a la puerta de entrada, donde el perro ladra al vacío y el hombre apaga la colilla del cigarrillo.
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Yo, escondido como un cangrejo ermitaño, los veo pasar por delante de mi ventana, mientras mis suspiros inundan el cuarto y el pensamiento me grita: ¡No hay mejor remedio contra la soledad que la compañía de un perro!
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III
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En el apartamento de abajo vive un muchacho que tiene aspecto de bohemio y un aro de oro en la oreja. Viste pantalones de cuero negro, botines de tejano y un chaleco ajustado sobre un jersey sin cuello. Tiene los brazos tatuados de serpientes y el pelo atusado al estilo del último mohicano.
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De lunes a viernes, a eso del mediodía, lo veo cruzar por la calle, cargando el estuche de una guitarra eléctrica. Los fines de semana, a poco de caer la noche, lo veo llegar acompañado de una muchacha de bluejeans ajustados y blusas vaporosas.
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Cuando se juntan comienza el infierno de la música rock, con intervalos de un amor desenfrenado, ya que la muchacha, en el crescendo del orgasmo, grita como las mujeres entregadas a una pasión sadomasoquista. A ratos los imagino desnudos y tendidos sobre la cama; a él bufando como animal salvaje y a ella devorándolo con las bocas húmedas de su cuerpo.
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Por un tiempo vuelve la calma, seguida por risas y palabras. Después vuelve la música, cuyas vibraciones sacuden las paredes de mi cuarto cual el lomo de un caballo al galope. Si la música se hace insoportable, no me queda otro remedio que pedirles silencio. Pero ellos “se hacen los suecos”. Se ríen de mí y del mundo. Viven su vida a lo locos y a lo locos hacen el amor, moviendo el cuerpo al compás del rock.
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En el apartamento de arriba vive una mujer morena, capaz de voltear a cualquiera con el imán de su belleza. La observo desde el mirador de la puerta, por donde cruza meneando las caderas con la cadencia de las bailarinas de salsa; tiene los ojos grandes, la mirada misteriosa, los labios carnosos y la piel de color laurel. Es de Etiopía o Eritrea. No es negra ni mulata, pero tiene los senos abultados y las nalgas retrepadas. Sus rodillas dividen sus piernas en dos partes iguales, el contorno de sus muslos es el doble que el contorno de sus brazos a la altura del bíceps, y el contorno de sus pantorrillas, exactamente igual que el contorno de su cuello. Camina cruzando los pies como las modelos de pasarela y viste prendas de colores vivos y estampas estridentes.
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La observo cada vez que pasa frente a mi ventana, por eso sé cómo es y cómo se viste durante las cuatro estaciones del año: en primavera se parece a una flor abierta en plenitud; en verano se viste con blusas escotadas, muy pegadas al torso, dejando entrever los frutos maduros de su pecho; en otoño usa trajes combinados con el color variopinto de la naturaleza; en invierno se abriga de pies a cabeza, como la mariposa que retorna a su capullo después de haber revoloteando entre las rosas.
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El día en que nos encontramos en la lavandería, cara a cara, no me dirigió la palabra ni la mirada. Giró sobre sí misma y aligeró el paso hacia la puerta. La seguí con la mirada, hasta que desapareció arreando el aire con el contoneo de sus caderas.
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A veces sueño con ella, y la siento cerca, muy cerca. Ella me recorre con la oscuridad de su cuerpo y me recuerda: “Soy la vecina que vive en el apartamento de arriba”. Despierto desesperado, la busco en la cama y no la encuentro. Entonces me digo: “Mañana, mañana volveré a contemplar el fulgor de su belleza”.
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Víctor Montoya .
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